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El debate público

27 de agosto

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

27/08/2018

 

La del 27 de agosto fue la manifestación más concurrida, intensa, desafiante y cohesionada de 1968. Aquella tarde el movimiento estudiantil alcanzó su clímax. Esa noche comenzó su derrota.

La protesta estudiantil llevaba un mes, desde aquel enfrentamiento con granaderos el 26 de julio, cuando una marcha de estudiantes politécnicos intentó llegar al Zócalo. El bazucazo contra la Escuela Nacional Preparatoria (30 de julio) propició la marcha del 1 de agosto encabezada por el rector Javier Barros ­Sierra. El movimiento estudiantil creció en torno al conocido pliego petitorio que exigía libertad a presos políticos, destitución de jefes policiacos y derogación de sanciones penales contra el ejercicio de libertades políticas, entre otras demandas. Por toda la ciudad, brigadas de estudiantes, para entonces en huelga general, ­contrarrestaron el silencio o las distorsiones de los medios de comunicación. Ante las imputaciones del gobierno, que acusaba a los estudiantes de ser manipulados por intereses extranjeros para sabotear los Juegos Olímpicos, el movimiento ganaba simpatías en la sociedad.

El 23 de agosto el gobierno les comunica a los dirigentes estudiantiles que está dispuesto a dialogar. El Consejo Nacional de Huelga responde que el diálogo debe ser público. Antes de ello, convoca a una gran manifestación para el martes 27 de agosto, del Museo de Antropología al Zócalo. Después de la marcha quedaría en el Zócalo un “campamento” de estudiantes hasta que el presidente Gustavo Díaz Ordaz aceptase el pliego petitorio.

Hubo quienes consideraron que a esa marcha asistieron 400 mil personas, otras estimaciones sugieren que fueron 200 mil. “Nunca antes se había congregado en el país tal multitud para fines políticos no oficiales” diría años después Gilberto Guevara Niebla, que era dirigente de los estudiantes de Ciencias de la UNAM, en el libro más completo que se ha escrito sobre aquel movimiento (La libertad nunca se olvida. Memoria del 68).

Carlos Monsiváis recordó así aquella marcha: “los contingentes, encabezados por la Coalición de Padres de Familia y Maestros, extreman su afán competitivo. Las escuelas del Politécnico, las vocacionales, las preparatorias, la Escuela de Agricultura de Chapingo, la Normal de Maestros, la Escuela de Arte Dramático del INBA, El Colegio de México… El número elevado de vallas de protección, lo explica la preocupación punzante: evitar provocadores. Las consignas más oídas, si me fío de mi registro acústico, son ‘¡Únete pueblo!’ y ‘¡Muera Cueto!’ ”  (Luis Cueto era el jefe de la policía, cuya destitución era una de las exigencias del movimiento). Sigue Monsiváis: “La manifestación transmite un mensaje directo, el optimismo de la causa que crece y se extiende” (Parte de Guerra, en coautoría con Julio Scherer).

El pliego petitorio era el motivo de la gran manifestación, pero dentro de ella se desbordaban el entusiasmo y el aventurerismo. Sergio Aguayo, en su reciente estudio El 68. Los estudiantes, el presidente y la CIA, recuerda algunos gritos en esa marcha; “Asesino”, “Igual a Hitler”, “Apestas”, “Gorila”, en referencia a Díaz Ordaz. “No queremos Olimpiadas, queremos revolución”, “Derroquemos, derroquemos”.

“La participación fue apoteósica. Miles y miles de estudiantes y contingentes populares avanzaron desde el Museo de Antropología en Chapultepec, y los ríos de participantes estuvieron llegando al Zócalo durante cuatro horas seguidas” escribió Raúl Álvarez Garín,  que era representante del IPN y otro de los dirigentes fundamentales del Movimiento, en su libro La Estela de Tlatelolco.

“Un orden perfecto, una fila detrás de otra. Es un largo río juvenil que entra, en la ciudad inmovilizada, por la Diana”, escribió el  profesor de filosofía Francisco Carmona Nenclares en Excélsior el 29 de agosto. Sigue el relato de aquel maestro de origen español, que daba cátedras en sus artículos de prensa:

“Gente en los balcones, que aplaude. Lo vimos. En las banquetas, otra multitud. Más aplausos. Veo caras de simpatía. Pero también veo miradas de sorpresa, de pasmo, de estupor… Es una muchedumbre desamparada en miles de gargantas. Seguimos avanzando, más despacio. El Caballito, delante del monumento de Juárez, el himno nacional. Todas las filas se detienen un momento. Rueda el oleaje de los vítores. ‘¡Viva México!’ ”.

Cada vez que pasan frente a un periódico, la multitud exclama el ya consabido “¡Prensa vendida!”. Al llegar a la esquina de Cinco de Mayo y Filomeno Mata, siempre según la misma crónica, aplauden ante una manta que cuelga en el Club de Periodistas y que dice “No todos”.

Llegan al Zócalo. “Las filas en una cadena apretada, doblando sobre la derecha hasta la fachada del Palacio Nacional. Las puertas cerradas, los balcones mudos, hoscos. Y esto nos da una gran tristeza. Algún estudiante tañe las campanas de la Catedral; un tañido asimismo triste porque une su voz al coro de la multitud. Y allí nos quedamos, sentados en el suelo. Fatigados, entristecidos. Con la sensación de que todo es inútil”.

El relato del maestro Carmona Nenclares rescata la intensidad emocional en la multitud que se reconoce como tal pero que no encuentra vías para ser plenamente ciudadana. La manifestación del 27 de agosto confirmó la vitalidad y la fuerza del Movimiento. El mitin que hubo a continuación expresó la confusión que también lo definía. La movilización fue avasallada por la provocación.

El CNH había acordado subrayar las demandas del movimiento pero la multitud, y algunos de los oradores, querían algo más. Un obrero de Ecatepec exigió que hubiera democracia sindical. Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, representante estudiantil de Chapingo, llevaba un discurso escrito por una comisión del CNH pero lo hizo a un lado exasperado porque, según recuerda Guevara Niebla, prefirió “decir lo que siento, lo que traigo aquí dentro” y, entonces, ofreció “una arenga emotiva y pobre en ideas”.

Seguimos la descripción que hace Guevara. Sin que nadie lo designara, Sócrates Amado Campos Lemus, de la Escuela de Economía del IPN, se instaló como maestro de ceremonias. Miguel Eduardo Valle, de Economía de la UNAM, leyó un discurso sobre los presos políticos. Heberto Castillo, profesor de Ingeniería, reivindicó la necesidad de acatar la Constitución e insistió en el diálogo. Otro maestro, Fausto Trejo, dijo que el 27 de agosto tendría que ser consagrado como día “de la alianza de los estudiantes con el pueblo”. Silvia O. de Sánchez, madre de familia, conmovió a la multitud cuando dijo “los hijos nos han dado un ejemplo de dignidad a los padres de familia”.

Álvarez Garín escribió que entonces otro de los oradores, Arnoldo Barrón, del Politécnico, dijo que el diálogo público podría ser en el Palacio de Bellas Artes pero “la multitud reaccionó con muestras evidentes de rechazo” (hay varias versiones sobre el nombre del dirigente que hizo esa propuesta). Entonces Campos Lemus tomó el micrófono “y se hizo cargo del incidente: ¿dónde?, preguntó Sócrates y la gente respondió que ‘en el ­Zócalo’, ¿cuándo?…, ‘el primero de septiembre’, ¿a qué hora? volvió a preguntar Sócrates…, ‘a las 10 de la mañana’ respondió la masa entusiasmada… y aunque todos nos dábamos cuenta de lo improcedente de la audacia, lo cierto es que tampoco se podía corregir ahí mismo el desaguisado, o en todo caso nadie tuvo el coraje para hacerlo”, reconoció Álvarez Garín.

Volvemos con Guevara Niebla: “El CNH había sido rebasado por la acción provocadora de este individuo. Con esta intervención, el movimiento estudiantil lanzaba un desafío que le acarrearía consecuencias funestas”.

“Era la ebriedad de la victoria no exenta de prepotencia, el defecto nacional. Sentimos escalofrío pero ya era un hecho”, recordaría Luis González de Alba al escribir para el semanario etcétera acerca de aquella provocación de Campos Lemus.

Para entonces, varios estudiantes habían colocado una bandera rojinegra en el astabandera del Zócalo. Algunas versiones señalan que la quitaron cuando terminó el mitin y volvieron a poner la bandera nacional. Rodolfo González Guevara, que en ese entonces era secretario de Gobierno del Departamento del Distrito Federal, dijo tiempo después que empleados de esa dependencia volvieron a poner una bandera de huelga durante la madrugada (versión de Raúl Jardón recogida por Sergio Aguayo).

Los estudiantes que se quedaron en guardia en el Zócalo después del mitin fueron desalojados, muy violentamente, en las primeras horas del día 28. En los medios, para entonces, la noticia era el escándalo por el presunto agravio y no la multitudinaria manifestación. “Reprobables Actos en la Plaza de la Constitución” denunciaba el principal encabezado de El Sol de México. Y el siguiente título: “Profanaron el Asta de la Enseña Patria”.

Al medio día de ese 28 de agosto,  el gobierno llevó a varios miles de empleados públicos a una ceremonia con el pretexto de desagraviar a la bandera nacional. Varios centenares de estudiantes llegaron al Zócalo y fueron enfrentados, incluso a balazos, por soldados y granaderos. Hubo varias docenas de heridos.

La escalada de confrontación sería imparable. El paranoico discurso anticomunista de Díaz Ordaz se desplegaría y afianzaría durante las siguientes cuatro semanas hasta llegar al 2 de octubre. El Movimiento Estudiantil no pudo ensanchar la vía del diálogo. “La siguiente manifestación, la silenciosa, fue ya muy defensiva, sin la alegría juvenil de las anteriores, muy en especial ésta del 27 de agosto —recapituló González de Alba—. El gozo se había ido al pozo”.