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El debate público

Todos los caminos conducen a Andrés

Mauricio Merino

El Universal 

26/10/2016

Es un político formidable. Formidable digo: asombroso y temible. Ha sido capaz de remontar situaciones que han hundido a otros y se ha mantenido en la carrera por ganar la Presidencia de la República, prácticamente incólume. Sucita odios y amores con igual pasión y tiene una admirable habilidad para despertar polémicas, ironizar en vez de argumentar y defender esa ideología que no ofrece más que la confianza en su persona para cambiarlo todo.

Pero lo cierto es que no hay un sólo tema fundamental para la vida política de México que no incluya su nombre. Está en el centro de todos los cálculos que se hacen en tomo de la próxima elección presidencial. No es que sea el enemigo a vencer pues ese privilegio lo sigue teniendo el partido que nos gobierna, pero sigue siendo el mayor desafío para los demás y la referencia inamovible. Es, a un tiempo, la causa principal de la división de las izquierdas y una de las razones más poderosas para mantener a las derechas cohesionadas, con la obsesión común de impedir que llegue jamás al puesto que desea.

Juega en los márgenes de cualquier regla, doliéndose sin embargo de que otros las vulneran para someterlo. Está en contra de las instituciones, pero construyó un partido no sólo para hacerse de un espacio en ellas sino para sacarles el mayor provecho a su favor. Ese partido no ha dado muestras de ser mejor que otros en cuanto al manejo de los recursos públicos, en la asignación de sus candidaturas, en los defectos que padecen los políticos que lo conforman y que ocupan cargos de autoridad en los gobiernos que han ganado. Nada de eso lo distingue con claridad de sus contrincantes, excepto el discurso ideológico centrado en su indiscutible liderazgo: quienes lo siguen, se ven a sí mismos como la única oposición real del país y, en consecuencia, anidan en un sólo trazo mañoso cualquier crítica, cualquier objeción e, incluso, cualquier idea que no venga de las suyas, por valiosas que sean. Imantados por la autoridad moral que emana de ese discurso autoreferido, sus partidarios reniegan de cualquier acuerdo o cualquier posición que se parezca a una concesión. No siempre tienen razones para la intransigencia, pero la intransigencia es el eje del discurso: si la perdieran, se perdería todo. En este sentido, no sólo disputan los argumentos de sus adversarios por sus méritos, sino porque leen en ellos, invariablemente, el principio de una nueva conspiración o de una nueva estrategia urdida para impedir que su líder finalmente cumpla su sueño y llegue a la Presidencia.

Convertida en ideología, esa intransigencia se vuelve universal. No sólo se opone a sus enemigos cantados y a todo lo que venga de ellos, sino también a las propuestas de la sociedad civil y de la academia que, con tanta firmeza como sinceridad, han intentado construir instituciones públicas más transparentes y más honestas. La descalificación es la misma: si las ideas no salieron de sus terruños, quiere decir que son falsas y amañadas; tanto como las que se proponen para producir una cultura cívica digna de la democracia, basada en la verdad, el diálogo y la exigencia, sólo porque no pasaron antes por su visto bueno. O la posibilidad siquiera de que haya una candidatura de una mujer indígena, presentada por el movimiento emblemático que nació en Chiapas en 1994, porque una opción de esa naturaleza podría restarle votos.

Con todo, ya sea en la asamblea convocada para hacer una nueva Constitución en la CDMX, en el trayecto de los movimientos sociales, en el combate a la corrupción o en la dignificación del mundo indígena olvidado o en cualquier otro tema, el personaje es ubicuo y constante: nada de lo que suceda en este país merece aprecio porque nada que no le apoye directamente es digno de confianza. Qué lástima.