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El debate público

A la gloria de un conspirador, tirano y traidor: El Partenón

 

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica

24/12/2017

 

Despavoridos, los persas regresan desordenadamente a sus barcos invasores. Un guerrero griego —Cinégiro, él solo— sujeta la cuerda que leva el ancla, para evitar la huida. Es entonces que uno de “los inmortales” (fuerzas persas de élite) le corta la mano derecha. Es tal su determinación que vuelve a tomar la soga con la mano izquierda. La vuelve a perder, esta vez por el filón de una hoz. Pero le quedan los dientes y es con ellos que vara y evita la partida de la nave. Todo un Rambo en acción hace exactamente 2 mil 500 años.

¿Ustedes lo creen? Bueno, al menos eso reporta el mismísimo Herodoto en sus Nueve Libros de Historia (en el sexto, editorial Edat).

Los hechos ocurrieron en la batalla del Maratón cuyo triunfador absoluto, astuto genio militar es, ni más ni menos, el ateniense Milcíades II, el Joven.

Un griego otrora aliado con el persa Darío el Grande, o sea, con el Imperio más poderoso que el mundo antiguo había visto hasta entonces. Un griego que luego había sido obligado a combatir —servicio militar mediante— al lado del imperio asiático. Un griego que tramaba una conspiración contra los persas al sur de la actual Rusia volando los puentes de suministro militar. Un griego que huye hacia Atenas al ser descubierto. Él mismo, quien es muy mal recibido en su propia tierra por su pésima fama de tirano. Un rey que había gobernado Jonia y echado al cesto los principios de la democracia ateniense.

Ése, enfrenta ahora un célebre juicio por tiranía y asesinato ante la justicia de su natal Ciudad-Estado.

Tirano, conspirador, doble traidor, renegado de la democracia, odiado por los persas y procesado en su patria —sin embargo—, sale airoso del juicio y nadie puede regatearle dos virtudes coyunturalmente críticas: su experiencia militar internacional y en especial, su conocimiento —desde dentro— de los modos y estrategias persas.

En esos mismos días, el General Datis, con 600 barcos repletos de lo mejor de la armada persa (más de 20 mil hombres, 3 mil arqueros y sobre todo, 2 mil guerreros de caballería) recorren el mar Egeo con un solo objetivo: devastar Atenas.

El funesto pero inteligentísimo Milcíades es el mejor equipado para comprender la amenaza. El ejército ateniense está dividido y sólo Calímaco puede inclinar la balanza entre dos opciones: resistir el asedio, atrincherados, “tal y como lo hizo Troya” o salir al paso con una avanzada (muy inferior a la fuerza persa) que evite la llegada de los bárbaros a Atenas.

Milcíades se vuelve el factótum y gana la discusión estratégica: salir al encuentro de los persas y dar la batalla a 42 kilómetros de Atenas, en el Valle del Maratón.

 Lo que sigue es bastante conocido: Milcíades monta una de las estrategias militares más brillantes de la historia, pues tenía abrumadoramente, todas las probabilidades en su contra: a lo sumo, 10 mil guerreros, eso sí, extraordinariamente bien entrenados (aunque “altaneros, faltos de respeto, insolentes”, como creía Darío).

Era una batalla personal: Milcíades había traicionado dos veces a los rencorosos medos (de hecho, cuenta Herodoto, que el sirviente personal de Darío le susurraba tres veces al día “no olvides a los atenienses”) y por otra parte, había traicionado también a la democracia, el gran invento político de su propia patria.

Pero el general hizo lo impensable. En un movimiento que duró seis días, al mismo tiempo audaz y sofisticado, “los bárbaros muertos en la batalla de Maratón ascendieron a 6 mil 400; los atenienses no cayeron, sino 192” (fuente, siempre Herodoto). La caballería nunca pudo entrar en acción por el bloqueo montado por Milcíades, y las ballestas orientales no causaron mella a los escudos de bronce de los atenienses. Tal fue el terror y la confusión que los persas, que antes de una semana huyeron hacia el sitio de su desembarco.

Datis echó su última carta: si era imposible atacar por tierra, intentar un ataque anfibio y desembarcar en Atenas. Una vez más, Milcíades lo intuyó y mandó a uno de sus bravos, corriendo a la Ciudad, mientras su armada —aunque exhausta— también andaba rápidamente hasta su ciudad motivada por su propia hazaña.

Era el último movimiento genial: en la madrugada, a un kilómetro de la playa, Datis observa sobre las murallas griegas al mismo ejército que lo diezmó 42 kilómetros atrás, incluyendo la figura flacucha de Milcíades. Decide regresar a Persia, definitivamente.

Nos encanta creer en un mundo sobre el cual el genio es el héroe. Pero quien salvó la democracia ateniense era el villano, un tirano en toda la línea.

No murió en Maratón, pero sí un año después a los 37 años. Lo que le impidió presenciar la magnífica edificación del Partenón, con sus 192 figuras, el bajísimo costo humano de Grecia, en la primer gran batalla entre eso que hoy llamamos Oriente y Occidente.

¡Feliz y laica, Navidad!