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El debate público

A palos contra la legitimidad de Tribunal Electoral

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

27/10/2016

Los políticos mexicanos no dejan de sorprender con su cinismo y su irresponsabilidad. En esto parece no haber fronteras partidistas. Cuando se observan actuaciones como la barbaridad promovida por un grupo de siete senadores de diversos partidos para hacer una reforma legal a modo para prolongar el período de cuatro de los siete magistrados electorales recién nombrado por el propio Senado, se entiende el fondo que nutre el sentimiento antipolítico incubado en el ánimo de buena parte de la sociedad. Por más que desde el análisis sosegado se intente defender la importancia de la tarea política, muchos de quienes se dedican a ella hacen cotidianamente lo posible por provocar repulsión y hartazgo.

La historia ha sido ampliamente difundida: los partidos se repartieron, en proporción a su fuerza relativa en el Senado, los siete puestos de la sala superior del Tribunal Electoral, vacantes por el final del encargo de la totalidad de los magistrados nombrados hace nueve años. Desde la reforma electoral de 2007–2008 había quedado establecido que para el relevo de los magistrados se establecería un sistema de nombramientos escalonados, para evitar que en cada ronda se perdiera el aprendizaje adquirido por el conjunto de los integrantes del tribunal. Sin embargo, para poder echar a andar el mecanismo, un artículo transitorio de la reforma estableció que en 2016 tres magistrados serían electos por el período completo de nueve años, dos lo serían por seis años y otros dos sólo por tres. De esta manera, al ser relevados los magistrados con períodos transitorios, sus sucesores ya ocuparían el cargo por todo el lapso constitucional y no todos dejarían la silla al mismo tiempo.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación envió las ternas con base en las reglas de juego establecidas y, con esas mismas bases legales, el Senado designó a Felipe de la Mata, Janine Otálora y Mónica Soto para el período completo, a Felipe Alfredo Fuentes y a Reyes Rodríguez para seis años, mientras que José Luis Vargas e Indalfer Fernández fueron designados para ocupar el cargo durante tres años. Mi conjetura es que, después del nombramiento, los senadores del PAN cayeron en la cuenta que ninguno de sus validos había sido nombrado para nueve años y patalearon sobre el acuerdo, por lo que, según él mismo ha confesado, el líder del PRD en la cámara alta, Miguel Barbosa, salió con el domingo siete de resolver el malestar provocado por su saldo a favor entre los nuevos integrantes del tribunal mediante la ampliación del período de los magistrados nombrados para seis años a ocho y a seis el de los designados para tres. Todo esto cuando ya los nuevos jueces electorales habían tomado posesión de sus cargos.

Si este despropósito, que ya ha sido votado en el Senado, es aprobado en la Cámara de Diputados, el Congreso mexicano habrá incurrido en una flagrante violación al artículo 15 Constitucional, que establece con precisión la prohibición de las leyes privativas, es decir, aquellas promulgadas con destinatarios personalizados. La historia de esta prohibición viene de los primeros años de la vida independiente de México, cuando el Congreso de la Unión aprobó la conocida como “ley del caso”: un decreto legislativo de destierro por seis años dirigido explícitamente contra medio centenar de opositores a las reformas impulsadas por Valentín Gómez Farías. El apodo popular a ese inicuo mandato se debió a que después de enlistar a los expulsados se añadía que este se aplicaría a todos aquellos que estuviesen en el mismo caso, con lo que se desató una serie de réplicas en las legislaturas estatales contra los enemigos de los gobernadores y hombres fuertes locales.

La “ley del caso” se expidió para perjudicar a destinatarios específicos, con nombre y apellido, lo que la hacía especialmente reprobable, pero en una democracia constitucional, basada precisamente en leyes impersonales, es igualmente rechazable expedir leyes para beneficiar a individuos específicos, cuando es evidente, además, que detrás de la celeridad legislativa está el cálculo de beneficio partidista en el control del órgano jurisdiccional calificador de las elecciones.

Lo alarmante es que estos políticos de los tres partidos mayores no aprenden de sus errores. Se les olvida el enorme costo que para la estabilidad política y la legitimidad del Instituto Federal Electoral tuvo el acuerdo oportunista entre el PRI y el PAN para nombrar en 2003 a los consejeros electorales excluyendo del proceso al PRD. No se dan cuenta de que la elección de 2018 puede ser tan conflictiva o más que la de 2006 y que el órgano encargado de calificarla debe estar a prueba de cualquier suspicacia e inconformidad a la hora de su integración. Con su intento de modificar ad hoc las reglas del juego, los senadores promotores del desatino están creando un antecedente que puede minar de fondo la legitimidad de un tribunal que hasta ahora, mal que bien, ha acabado por dar certeza a los procesos electorales conflictivos, aun cuando no todas sus sentencias hayan sido ejemplos de equidad y buen juicio.

Carcomer la confianza en el Tribunal Electoral es un pésimo inicio de la contienda electoral que ya se avecina pero, además, la iniciativa en trámite es una muestra más del desprecio por las reglas que caracteriza a buena parte de los políticos mexicanos, reflejo de la desconsideración que a la sociedad mexicana le merecen las leyes. Como niños que juegan una cáscara de fútbol en la calle, si una regla no les gusta o no los beneficia como esperaban, entonces pretenden cambiarla sin ningún cálculo más allá de su capricho en el momento. ¿Qué les garantiza a estos senadores veleidosos que sus sucesores en la próxima legislatura van a respetar las reglas que ellos ahora con tanta frivolidad quieren cambiar y no van a dar de nuevo una patada en la mesa para sustituir a todos los magistrados ahora nombrados? No entienden que la certidumbre en las reglas de largo plazo es lo que permite la institucionalización de la incertidumbre electoral propia de las democracias.

Es necesario detener este absurdo legislativo. Falta la aprobación en la Cámara de Diputados y, en su caso, la promulgación presidencial. Si la aberración se llegase a consumar, aún queda la posibilidad de una acción de inconstitucionalidad promovida ante la Suprema Corte de Justicia de la Nación por algún partido político que se considere agraviado, pues se trata de un tema de materia electoral. De cualquier forma, la acción ciudadana resulta indispensable para contrapesar la necedad partidista, de ahí que, una vez más, un grupo amplio de académicos, políticos, abogados y activistas estemos promoviendo la firma de una petición enChange.org para parar este agravio.

Se me queda en el tintero un tema más: el nombramiento de Raúl Cervantes como nuevo Procurador General de la República, con la intención de perfilarlo como futuro Fiscal General una vez que se apruebe la ley reglamentaria de la nueva fiscalía general autónoma. Se trata de un nuevo intento por poner a los validos a protegerle las espaldas a los políticos frente a posibles demandas una vez que estén fuera de sus cargos. Mal nacería la nueva fiscalía si lo hace con el mandato de garantizar la impunidad de quienes hoy detentan el gobierno. Que al frente de ella quedare el amigo del Presidente, primo de su eminencia gris daría al traste con la posibilidad de que por fin superara el país la dañina politización de la impartición de justicia. Sobre esto habré de volver.