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El debate público

AMLO, presidente

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

02/07/2018

 

El carro —casi— completo que conduce Andrés Manuel López Obrador plantea una oportunidad y un riesgo, ambos mayúsculos. La votación que ha recibido, junto con los triunfos locales de su partido, confirman que esa opción es respaldada de manera enfática, decidida y masiva por la mayoría de los ciudadanos.

El próximo Presidente de la República cuenta con una base social que no ha tenido ninguno de sus antecesores en el último cuarto de siglo. En contra de la tendencia hacia la diversidad que había definido a las elecciones en México, ahora un solo partido gana casi la mitad de los votos y, con sus aliados, la mayoría simple en el Congreso.

López Obrador tiene la oportunidad de gobernar con un amplio consenso. Aún resulta incierto para qué aprovechará el extendido apoyo que le da buena parte de la sociedad mexicana pero, sin duda, muchas medidas de su gobierno serán más factibles con ese aval. El riesgo es la posibilidad de que se acentúen el caudillismo y el populismo del inminente presidente electo. Tales rasgos eran inquietantes tratándose de un candidato presidencial. Ahora pueden convertirse en problema mayúsculo para el país, pero también para la coalición política que lo ha respaldado, en caso de que López Obrador no sepa o no quiera atajar ese comportamiento autoritario.

Evitar ese peligro depende, en parte, del propio López Obrador. Hasta ayer, la descalificación de todos aquellos que no lo respaldaban y la exigencia a sus partidarios para que confiasen ciegamente en él, eran excesos de un candidato en campaña permanente. Ahora, López Obrador se confrontará no con competidores en una elección sino con fuerzas (políticas, financieras, sociales) con las que de una u otra manera tendrá que tomar acuerdos. Además se enfrentará al dilema de cómo gobernar para los millones de mexicanos que han confiado, en muchas ocasiones hasta la obnubilación, en esa candidatura.

Los votos para López Obrador son un triunfo de su perseverancia y, desde luego, del desgaste de otras fuerzas políticas. También constituyen un éxito de todos esos ciudadanos que, más allá de advertencias y cuestionamientos, consideraron que AMLO es la opción que quieren para este país. Ésa ha sido la decisión de la mayoría y hay que celebrar que haya ocurrido en libertad, en democracia y en una jornada electoral pacífica, ordenada y limpia. Los reclamos que persistirán durante días, o semanas, son parte de la disputa política y dan cuenta de cuán cerrada fueron la competencia electoral y las votaciones en algunas entidades (Veracruz, Puebla, entre otras). Pero en el plano nacional el resultado, si se le compara con los datos de elecciones recientes, es arrasador.

López Obrador y sus votantes ganaron gracias a la democracia que tenemos en México. Siempre perfectible, pero auténtica, esa democracia garantiza que los votos cuenten y sean contados. Esa democracia implica, además, que tengamos una sociedad organizada y demandante, que haya certezas y espacios para la libertad de expresión y que los gobernantes estén sujetos a un escrutinio constante y público. Afianzar esa democracia implica asegurar esas libertades. Decirlo hoy no es un recurso retórico sino un requerimiento.

A López Obrador, siendo candidato, le han incomodado las organizaciones de la sociedad civil que no lo respaldan sin condiciones, la opinión crítica e incluso la información de los medios de comunicación cuando no se ajusta a sus expectativas, y ha desdeñado recursos de control sobre el poder gubernamental como la transparencia. Ahora tiene la responsabilidad política, y la obligación legal, de respetar esos y otros derechos por mucho que le exasperen. La votación de ayer le dió un respaldo cuantioso pero no unánime y, desde luego, no incondicional. A partir de diciembre Andrés Manuel López Obrador tendrá que gobernar para todos los mexicanos, y no sólo para quienes votaron por él: ese no es un recordatorio protocolario sino el escenario real del país con el que se comprometerá como presidente.

La avalancha llamada Morena llevó el resultado en Tabasco a niveles sólo vistos en el país de la forzosa unanimidad priista. En la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum obtuvo una votación muy alta; fue inútil la reticencia de Alejandra Barrales para reconocer a tiempo ese triunfo. Destaca el fracaso de Mikel Arriola que, al jugar por el flanco derecho, fue a contracorriente del espíritu progresista de la capital del país. En cambio, en el plano nacional, son preocupantes los puntos porcentuales que alcanzó El Bronco, que encarna una derecha agresiva y amenazadora.

Con Morelos y Chiapas, Morena refuerza su frente de gobernadores que podrían llegar a media docena pero, al menos en el primero de esos estados, se constata que los ciudadanos pueden votar incluso a personajes inexpertos y de dudoso desempeño como el célebre exfutbolista.

En Guanajuato el PAN mantuvo sin problemas la gubernatura y en Yucatán contribuyó a la derrota nacional del PRI. En Jalisco Enrique Alfaro ratificó la peculiar hegemonía que le ha dado, en esa entidad, a Movimiento Ciudadano. En la disputa que se mantenía anoche en Puebla y Veracruz, los datos de encuestas contradecían los reclamos de los competidores, pero habrá que esperar.

Desde las ocho de la noche las encuestadoras propalaron, o confirmaron, la victoria de López Obrador. Los datos que ofrecieron son similares a las tendencias que habían publicado semanas y meses antes. La capacidad de los sondeos electorales para medir inclinaciones de los ciudadanos, no tanto para pronosticarlos, se confirmó en esta elección gracias a la vasta adhesión que fue cosechando López Obrador. Las instituciones electorales y las casas encuestadoras han sido beneficiarias colaterales de ese espacioso resultado que atajó conflictos y confirmó diagnósticos.

La contundencia de esos datos le permitió a José Antonio Meade ofrecer un patente gesto de decencia política y personal cuando, muy temprano, reconoció el triunfo de López Obrador. Los tiempos próximos no serán sencillos para el PRI. Conserva la tercera parte de las gubernaturas pero en el Poder Legislativo su presencia, con sus aliados PVEM y Nueva Alianza, podría ser menor al 30% si se confirman las primeras tendencias de las elecciones legislativas.

Para influir y no sólo impedir decisiones, el PRI tendría que tomar acuerdos parlamentarios con el Frente. Si actúan como una sola fuerza PAN, PRD y MC serían el segundo bloque en la Cámara de Diputados, según las estimaciones disponibles anoche, pero antes que anda es preciso que esa coalición se mantenga.

Tanto Acción Nacional como el PRD experimentarán tensiones internas de pronóstico reservado. Quizá les sirva el hecho de que se mantuvieron en segundo lugar a pesar de la fortísima campaña que el gobierno del presidente Peña Nieto emprendió contra su candidato presidencial. Anoche, cuando apareció para también reconocer que había ganado López Obrador, Ricardo Anaya recordó esa ofensiva oficial que afectó a su campaña pero aclaró, con elegancia, que tal circunstancia “no mancha la elección de López Obrador, la ciudadanía quería un cambio”. Anaya ofreció que habrá “una oposición tan firme y frontal como institucional y democrática”.

Eso es precisamente lo que está en juego. Nuestra democracia se fortalece con la participación copiosa en las urnas, la organización ejemplar de las elecciones y con la integridad que, a la hora de su derrota, manifestaron los candidatos perdedores. López Obrador ha vencido en esas urnas gracias a las instituciones a las que mandó al diablo cuando no le favorecieron. La mejor garantía para que esas instituciones no sean avasalladas por un excesivo poder presidencial radica en la capacidad de las oposiciones para constituir un auténtico y creativo contrapeso y en la exigencia que mantengan los ciudadanos.

La esperanza de quienes votaron por él, expresada festivamente en las celebraciones de anoche, obliga al próximo presidente. Sería inadmisible que fuera traicionada.