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El debate público

Aquella tarde en Tlatelolco

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

27/02/2017

«Nadie me lo contó”, anticipa Luis González de Alba para subrayar su calidad de testigo y víctima de la tarde de Tlatelolco. El movimiento estudiantil, de cuya dirección formaba parte en representación de Filosofía y Letras de la UNAM, había tenido grandes momentos de movilización y ascenso pero comenzaba a declinar en octubre de 1968. El de Tlatelolco iba a ser un mitin de menos relevancia que las grandes concentraciones de ese verano. Dos días antes, el Ejército desocupó Ciudad Universitaria. Ese mismo miércoles 2 de octubre había comenzado el diálogo con dos representantes del gobierno. A las 6:10 de la tarde cayeron las dos bengalas sobre la Plaza de las Tres Culturas.

La brutalidad y la alevosía, pero también la confusión y el mito, han propiciado una versión a grandes brochazos sobre la tragedia de aquella tarde. Luis González de Alba estaba en balcón del tercer piso del Edificio Chihuahua en donde varios oradores se habían dirigido a la concentración reunida en la Plaza. Desde allí vio que de pronto la gente huía. Poco después identificó a los francotiradores de guante blanco que se encontraban en ese y otros edificios. Presenció la sorpresa y luego el pánico de aquellos individuos vestidos de civil que no esperaban que el Ejército respondiera a sus disparos. Allí fue detenido y más tarde llevado al Campo Militar Número Uno.

La que articularon, compartieron y repitieron los dirigentes encarcelados fue la que González de Alba llama una “versión coral”. Recluidos en Lecumberrri, armaron un relato común a partir de los segmentos que cada quien vio y escuchó sobre los acontecimientos del 2 de octubre. Así se articuló una versión colectiva, sin matices porque la descripción de las grandes tragedias suele prescindir de los detalles.

Algunos de esos pormenores le llamaron la atención décadas más tarde. Varios de sus compañeros le contaron que los soldados organizaron y protegieron la salida de estudiantes para que no fueran víctimas de los francotiradores. A él mismo, cuando lo llevaban hasta un camión del Ejército, un soldado le regaló un pedazo de fruta. Otro más, en el Campo Militar, le consiguió una cobija. Un tercer militar enviado a interrogarlo simuló que lo golpeaba, sin lastimarlo. Esas actitudes quizá aisladas, pero harto significativas, llevan a González de Alba a considerar, aunque no lo escribe de manera expresa, que no todo el Ejército participaba del plan para aniquilar al movimiento estudiantil y que no había una operación del gobierno para deshacerse de los líderes.

En la tarde de Tlatelolco, a juzgar por esas observaciones, el Ejército fue tan sorprendido como los estudiantes y sus dirigentes cuando los miembros del “Batallón Olimpia” comenzaron a disparar. Pero esos francotiradores, a su vez, no esperaban que los soldados de uniforme replicaran a sus balazos contra la multitud. Sigue sin saberse con precisión quiénes orquestaron la intervención del Batallón Olimpia, aparentemente formado por miembros del Ejército que posiblemente obedecían órdenes externas a esa corporación.

La “versión coral” que los dirigentes de aquel movimiento reafirmaron a fuerza de repetirla una y otra vez fue organizada por González de Alba en un escrito que le encomendaron sus compañeros encarcelados junto con él. Cada semana discutían sus avances. Allí mismo, en Lecumberri, preparó un texto ampliado con detalles de la vida en prisión y con el registro de sus propias emociones. Esa sería su novela Los días y los años publicada en 1971. Pero al mismo tiempo el borrador de ese escrito fue utilizado por Elena Poniatowska, con autorización de los dirigentes estudiantiles y del propio González de Alba, en el rompecabezas que construyó en La Noche de Tlatelolco.

El libro de Poniatowska recoge la versión a coro de aquellos hechos. Tiene inexactitudes, algunas de las cuales señalaría González de Alba, porque lo que allí importa es el sentido general de la denuncia. Independientemente de lo que cada quien vio y de las expresiones textuales de cada testigo, La Noche de Tlatelolco es el eficaz, por indignante, registro literario de una infamia. Pero no es una fuente con la escrupulosidad que requiere el registro histórico. González de Alba explica y alerta: “Para los historiadores del futuro debe quedar claro que el dramatismo, la sonoridad, la música, en La noche de Tlatelolco, tienen prioridad sobre la verdad escueta”.

Dice González de Alba: “Ningún dirigente del CNH (el Consejo Nacional de Huelga) desapareció, ninguno murió en Tlatelolco, tampoco en el Campo Militar. Nadie… Desaparecidos no hubo sino cuando, ya presidente Luis Echeverría, las guerrillas tomaron el camino del asalto al poder. Muchos guerrilleros detenidos fueron desaparecidos sin rastro. Otros fueron encarcelados y luego amnistiados. Pero no dirigentes del 68. Hemos dejado crecer el mito. Creo que nos gusta”.

El movimiento del 68, en efecto, transitó de tragedia, a leyenda. “Y como todo mito —explica ese autor— alterado por voces que muchas veces no tuvieron conocimiento del tema en su momento”. El número de muertos que no alcanzó los centenares que registra la versión más propalada, el papel del Ejército que fue por lo menos contradictorio, el carácter del movimiento mismo que no era popular sino exclusivamente estudiantil y que no era de izquierda ni pretendía cambiar al país sino la satisfacción a demandas muy específicas, son parte de esa versión a grandes pinceladas que se mantiene medio siglo más tarde.

El de ese 2 de octubre fue un asesinato, independientemente del número de víctimas. Jamás se podrá hablar de Gustavo Díaz Ordaz y del México de fines de los 60 sin recordar ese crimen. El desempeño del Ejército sigue requiriendo aclaraciones. El movimiento estudiantil de 1968 era ni más ni menos que precisamente eso: la protesta de jóvenes universitarios ante flagrantes abusos policiacos, desplegada con entusiasmo, valentía y júbilo en una época notoriamente autoritaria. Tlatelolco aquella tarde (Cal y arena, 2016, 132 pp.) contribuye a dotar de matices la versión en blanco y negro que ha sido frecuente acerca de ese movimiento estudiantil. Para llegar a esa perspectiva González de Alba tuvo que tomar distancia de las simplificaciones y las idolatrías respecto de ese y otros episodios de nuestra historia contemporánea.

Tlatelolco aquella tarde es resultado de la honestidad intelectual y personal de Luis González de Alba. Con una perseverancia convertida a menudo en obsesión, el autor de este libro insiste en desmontar confusiones y engaños acerca de los acontecimientos de 1968. De allí su terquedad, incluso en un tono innecesariamente desmesurado, para reprochar las distorsiones en el texto de Poniatowska. El acicate de esa insistencia era una denodada, exigente, a veces incluso insolente, búsqueda de la verdad: ante los mitos, los hechos aunque sean menos glamorosos. Esa actitud exasperaba a muchos, soliviantaba simulaciones atrincheradas detrás de pretendidas correcciones políticas y hacía de González de Alba un personaje irreverente, inteligente, incómodo. Por eso nos hace tanta falta.

Veinticinco años después de los acontecimientos de 1968, a comienzos de los 90, Luis González de Alba está en París con un joven enamorado suyo que le dice, con palabras que él considera ingenuas y que, recuerda, le hicieron llorar: “Tienes suerte de pertenecer a esa generación: ustedes vivieron la esperanza”. Luis experimentó y entendió esa esperanza con tanta lucidez que le resultaba imposible dejarse envolver por ella y la quiso nutrir de realismo crítico y de exigencia intelectual y política. No sé en qué medida la erosión de esa esperanza influyó en la decisión que siempre lamentaremos y que ejecutó el pasado 2 de octubre. Pero estoy seguro de que Luis hubiera estado de acuerdo en que cualquier esperanza sólida tiene que estar afianzada en el reconocimiento y la propagación de la verdad como él mismo, con tanta lucidez, se empeñó en reivindicar.

(Este texto, en una versión más amplia, fue leído en la presentación de Tlatelolco, aquella tarde, de Luis González de Alba, en la Feria del Libro del Palacio de Minería).

ALACENA: Ahora, nuevo movimiento

Precisamente en la Plaza de las Tres Culturas ayer domingo fue presentado el movimiento Ahora que, encabezados por Emilio Álvarez Icaza, impulsan activistas sociales y antiguos miembros de organizaciones de izquierda. La participación de ciudadanos como Sergio Aguayo afianza la credibilidad que puede alcanzar ese grupo. Su flanco débil se encuentra en la descalificación maniquea y sin distinciones de toda la elite política. Siempre es saludable el compromiso de un grupo de ciudadanos para hacer política activa. Ahora pretende influir en las elecciones del año próximo con una propuesta independiente y afianzada en la sociedad.