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El debate público

Confianza

José Woldenberg

Reforma

26/02/2015

 

Una densa niebla impide ver con claridad. Como cuando la lluvia, sucia de polvo, empaña el parabrisas del auto. La niebla de la desconfianza.

La confianza es una construcción social. No se le puede decretar, no brota de la noche a la mañana, no es una aparición ni un acto de magia. Suele ser el producto de un complejo proceso. De una ruta en la cual los que aspiran a ser merecedores de la confianza demuestran a los dadores de la misma que en efecto la merecen. Se trata además de una edificación quebradiza y eventualmente volátil. Un largo periodo de construcción puede ser dinamitado de manera súbita por un acontecimiento, una mala decisión, un traspié o una descarada triquiñuela.

Entre nosotros, además, es mucho más sencillo fomentar desconfianza que confianza. La primera es más frecuente, se encuentra cómodamente instalada. La segunda requiere trascender un sentido común no solo arraigado sino que encuentra buenos nutrientes todos los días. Bastaría recordar que en la importante investigación que realizaron El Colegio de México y el IFE (Informe país sobre la calidad de la ciudadanía en México -2014-), a la pregunta de si se podría confiar en la mayoría de las personas, solo el 28 por ciento de los encuestados contestó que sí. El 72 por ciento respondió que no. Somos una sociedad no solo descreída en relación a los políticos, partidos, congresos, sino también con nuestros semejantes.

Además la confianza/desconfianza no es un bloque. No solo hay personas que confían en X mientras otras no, sino que además existen grados: desde los crédulos irredentos que no verán moverse sus convicciones ante ninguna evidencia, hasta los descreídos radicales que actuarán de la misma manera solo que en sentido contrario, pasando por una compleja gama de grises.

Las notas anteriores quizá no sean necesarias pero dado lo elusivo del tema a lo mejor no hacen daño. La expansión acelerada de la incredulidad en relación no solo al gobierno sino a las instituciones estatales y los partidos se encuentra entre nosotros. Una desconfianza que afecta a todo el sistema nervioso de comunicación política. Y creo que hoy sus nutrientes fundamentales tienen que ver con dos áreas centrales de nuestra contrahecha convivencia social: a) la violación extendida a los derechos humanos y b) la corrupción engarzada con la impunidad.

Los trágicos sucesos de Iguala y Tlatlaya son dos muestras de la inversión de los valores que deben modular la conducta de las instituciones estatales. En el primer caso -disculpen por la reiteración- policías municipales entregaron a una banda delincuencial a los estudiantes de la Normal de Ayotzinapa que fueron sacrificados. En el segundo se cometieron ejecuciones extrajudiciales. Así, las llamadas fuerzas del orden distorsionaron su función hasta extremos de terror. La presunción además de que no se trata de episodios aislados ha generado una corriente de desazón y recelo progresiva.

La documentación de actos de corrupción que al final quedan impunes es otro alimento notable de la desconfianza. No sé si la corrupción hoy sea mayor que en el pasado, lo que sí puede documentarse es que hoy existe una mayor visibilidad pública de la misma y mucho menos tolerancia hacia ella. Medios de comunicación, organizaciones civiles, partidos adversarios, documentan, como no sucedía (digamos) hace 25 años, lo que antes transcurría con cierta opacidad, y franjas cada vez más grandes de ciudadanos no quieren ni pueden contemporizar con la corrupción.

Es preciso emprender un complejo y quizá no tan breve camino para construir confianza. Y el reto no es sencillo. Hay que trascender la aparente insensibilidad ante el problema que se reproduce en los pasillos y salas del poder público. Enclaustrados en una especie de burbuja que los separa y blinda de las pulsiones que recorren buena parte de la sociedad, quienes los habitan no parecen haber dimensionado la profundidad de la crisis de credibilidad en la que viven. Hay además que diseñar auténticas políticas que pongan en el centro la necesidad de garantizar para todos la vigencia y respeto a los derechos humanos, lo que supone asumir que se requieren reformas mayores en todos los eslabones de la cadena de impartición de justicia, y también diseñar mecanismos para cerrarle el paso a la corrupción que todo lo corroe. Las movilizaciones sociales deberían ser el acicate para esas operaciones y la política -esa noción hoy desgastada- es desde donde eventualmente se puede revertir la oceánica suspicacia.