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El debate público

De madrugadas y ocasos

 

 

 

Rolando Cordera Campos

La Jornada

20/05/2018

 

Los problemas y contradicciones que afloran en estos meses de campaña parecen disparatados y carecer de alguna lógica, pero eso es sólo apariencia. En conjunto, todo este inventario de calamidades y agravios forma un memorial del tránsito inconcluso en que México se adentró a fines del siglo pasado. No se trata pues de males coyunturales, sino de contrahechuras estructurales y del poder sobre los cuales los contendientes por el poder del Estado han preferido no ocuparse.

Este desafane desde las cumbres del poder es, a su vez, sintomático de uno de los nudos más dañinos de tal inventario: el vaciamiento de la política y de los políticos; su pérdida de sentido y, sobre todo, su alejamiento progresivo de eso que solíamos llamar los sentimientos nacionales.

Adam Smith pensó con intensidad y profundidad en los sentimientos morales y no nos caería mal darle una visitada a aquellas reflexiones de la Ilustración escocesa que tanto inspiraron a los revolucionarios franceses. Podríamos, por ejemplo, encontrar algo de refugio histórico e intelectual en medio del caótico panorama en que ha devenido la globalización que hasta hace poco se nos presentara como el nuevo orden mundial. En el mejor de los casos, que el presidente Trump se ha arreglado para presentárnoslo como el peor, dicho nuevo orden no fue sino una optimista hipótesis de trabajo que el globalismo triunfalista posterior al desplome de la URSS y su sistema mundo convirtió en infortunado mantra.

Nosotros, pero sobre todo los grupos dominantes que todavía se lamían las heridas después de la caída estrepitosa del nuevo milagro petrolero de inicios de la década de los años 80, encontramos en ese globalismo una suerte de placebo y de pretexto para no acometer con firmeza lo que tal caída nos había anunciado a un alto costo: la fragilidad de nuestras capacidades productivas, en especial de la industria; la creciente esclerosis del sistema político articulado por el presidencialismo autoritario, progresivamente alejado de aquellos sentimientos a los que la Revolución quiso dar cauce; en fin, la cada vez más intensa disfuncionalidad del Estado, expresada en su abierta, aunque latente, crisis fiscal, así como en la aguda dificultad de la economía política mexicana para adaptarse a unos cambios del mundo, portentosos en sus contenidos tecnológicos y productivos, pero también culturales y por ende políticos y geopolíticos.

En vez de asumir éstos y otros temas como una agenda de corte histórico y renovador, se optó por unas reformas políticas de corte electoral, dejando la reforma de fondo del sistema político y del Estado a lo que dijeran los votos. Asimismo, y peor, en la economía se apostó a la magia del mercado que mientras más abierto mejor, sería como mecanismo rehabilitador de unos arreglos económicos cuya traducción política impedía una reforma gradual, pero consistente de las ecuaciones maestras de la economía mixta que sirviera de base para el desarrollo estabilizador.

Aquellas reformas de mercado han sido sucedidas por otras en el plano laboral, de la energía, las comunicaciones y la educación, pero no han rendido los frutos esperados y lo que le ha quedado a los herederos de los reformistas finiseculares es una gran promesa que nunca se cumple y sólo ahonda la crisis de legitimidad y credibilidad de los grupos dirigentes. Ahora pluralizados gracias a las reformas políticas de entonces.

Puede, sin duda, postularse que de este cuadro sale una conclusión inequívoca: lo que necesita con urgencia el país es un cambio de régimen, como cada uno a su manera lo han planteado Ilán Semo y Gustavo Gordillo en estas páginas. Y este escribano los acompañaría en una reflexión de esa especie.

Lo que habría que admitir de entrada, sin embargo, es que las condiciones institucionales y morales, políticas en el sentido amplio del término, para acometer tal cambio no están a la vista y que encontrarlas o imaginarlas y volverlas realidad implica contar con un tiempo del que el referido vaciamiento de la política nos ha despojado inclemente.

La Revolución de la Madrugadade la que nos hablara Adolfo Gilly, a poco menos de un siglo de que ocurriese derivó en un ocaso, una decadencia no anunciada, de los que nuestras arrogantes elites se niegan a tomar nota. Lidiar con algo así nos obliga a imaginar una nueva, tal vez larga, seguramente dura, transición que no será aceptada por los mexicanos como un proceso sin fecha de término.

La globalización herida de que formamos parte no se navega con ocurrencias o con apuestas a la buena fortuna. Necesitamos, por lo menos, un buen patrón de costa que conozca las ubicaciones de los bajos y los arrecifes.

Veamos los debates que siguen y aprendamos a preguntar para exigir buenas respuestas.