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El debate público

Debates y calidad democrática

 

 

 

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

06/11/2017

 

La vida pública mexicana ha sido refractaria al debate. Salvo excepciones, en las decisiones políticas pesa más la capacidad para imponer que la voluntad para persuadir. Dádivas, favores o privilegios, son recursos de convencimiento más frecuentes que las razones o la conciliación de puntos de vista distintos.

En México, a la discusión se le ve más como elemento disruptor que como recurso para el enriquecimiento de ideas. En los medios de comunicación, al debate habitualmente se le confunde con la propagación de habladurías o con la exhibición de posturas diferentes pero irreductibles. Incluso en nuestras universidades públicas, que llegaron a ser los espacios más receptivos y generosos para el debate, la discusión ha sido reemplazada con el intercambio de condescendencias o con simples soliloquios. En mi libro Alegato por la deliberación pública, he deplorado el arrinconamiento de la polémica sustentada en razones y no en impresiones.

Lo que tenemos en la vida pública son intercambios de improperios y descalificaciones que sobre todo en los medios, tan proclives a espectacularizar y trivializar, logran efímera notoriedad. Los 15 minutos de fama warholianos se han convertido en 15 megabytes de visibilidad en Twitter amplificados por la complacencia de los medios convencionales.

El ecosistema mediático por el que transitan mensajes de redes sociodigitales, lo mismo que de televisión, prensa y radio, está saturado de dichos y hechos pero con escasos espacios para la reflexión y la interpretación. La deliberación es indispensable para que la democracia sea algo más que una colección de reglas que organizan la representación formal en nuestras sociedades. Deliberar es tomar en cuenta las razones disponibles antes de asumir posiciones o decisiones.

El debate es una expresión elemental de la deliberación y supone la exposición de opiniones diferentes acerca de un tema. Si queremos tener una democracia de contenidos (es decir, sustentada en principios, resultado de la diversidad y promotora de derechos) no hay más vía que el intercambio de opiniones para la construcción de acuerdos. Si queremos que a las elecciones acudan a votar ciudadanos enterados, capaces de discernir entre propuestas políticas y no únicamente movilizados con anzuelos clientelares, los debates son una opción para mejorar la calidad de nuestra democracia. La deliberación publica se beneficia de los debates entre candidatos. Pero no hay que olvidar que ni la deliberación de los ciudadanos, ni la democracia, se agotan ni culminan con los debates. Los debates son útiles para que en las campañas circulen ideas, permiten que a quienes aspiran a un cargo de representación se les conozca por lo que dicen y no sólo por lo que se dice de ellos. En los debates se dice más que en los rígidos y por definición parciales y simplificadores espots. Los candidatos tienen que mostrar habilidades argumentales, o por lo menos histriónicas, que no siempre exhiben en las entrevistas con los medios. Un debate puede contribuir a ensalzar o devastar la imagen de un aspirante político. También puede influir para cambiar o afianzar intenciones de voto.

Sin embargo los debates no redimen a las  democracias. Suponer que con ellos la política deja de ser el intercambio de asperezas y frivolidades que deploramos todos los días, o que gracias a los debates la cultura cívica se enaltece de manera automática, implica mitificarlos y desconocer sus alcances. Más aún, una democracia ceñida fundamentalmente a los debates electorales queda al garete de la imagen construida para ellos y a través de ellos.

En los debates, especialmente cuando se realizan para ser transmitidos por televisión, el maquillaje puede tener tanta o más relevancia que el discurso; el lenguaje corporal llega a ser más notorio que el verbal, las apariencias pueden apabullar a las ideas o disimular la ausencia de ellas. Los debates son momentos extraordinarios en los procesos democráticos pero en ellos la simulación puede pesar más que la reflexión. Cuando tienen relevancia nacional, los reflectores y las cuantiosas audiencias restan espontaneidad y propician que los debates sean confrontaciones no entre distintos aspirantes, sino entre varios sketches meticulosamente ensayados.

En ocasiones no está a prueba el talento de los debatientes sino la originalidad de los guionistas que han escrito sus parlamentos. Sustentada en los debates, la democracia se supedita a la eficacia de los cosméticos, la imagen y los recursos retóricos. En los debates para televisión las frases contundentes y los gestos dramáticos llegan a calar más que el rigor de las argumentaciones. Se trata, entonces, de una disputa por las emociones de sus audiencias.

Hay que tomar en cuenta esas características para  procurar que los debates sean parte de un proceso de circulación de ideas y no un desfile de imágenes, desplantes u ocurrencias. Sobre todo hay que recordar que, en el ecosistema mediático, los contenidos inicialmente difundidos en televisión ahora son replicados, glosados y con frecuencia deconstruidos y hasta desnaturalizados, en las redes sociodigitales.

Por eso el problema esencial no es cómo organizar los debates sino qué contexto propiciar para ellos. Estas son, en cinco puntos, algunas medidas.

Uno. Cómo apreciar los debates. Sería pertinente la elaboración de guías que recomienden a los ciudadanos cómo mirar los debates, de qué manera distinguir entre las apariencias y las propuestas. En Estados Unidos hay agrupaciones cívicas que tienen una larga experiencia en la orientación para mirar los debates.

Dos. Antes y después. Cada debatiente hace lo posible para que parezca que ganó ese encuentro. Incluso al terminar el encuentro se levantan encuestas que indagan a quién prefirieron los televidentes. Sin embargo evaluar un debate únicamente a partir de vencedores y perdedores conduce a desatender los matices en los que radica su complejidad y riqueza. Quien aparece como ganador de un debate no es necesariamente el más capacitado para gobernar o legislar. Los medios pueden contribuir a un mejor aprovechamiento de los debates con espacios de análisis que destaquen algo más que banalidades y lugares comunes.

Tres. La propaganda electoral que extiende la polarización entre vencedores y derrotados, deja a un lado propuestas y capacidades de los candidatos. En México la abundancia de espots en radio y televisión disminuye y distorsiona la relevancia de los debates en vez de apuntalarla. Las dos horas que cuando mucho durará cada debate, competirán desventajosamente con las 72 horas de espots que se transmitirán en cada estación de radio y televisión tan sólo en los 90 días de campañas formales. En vez de ser utilizados para mensajes breves, los espacios de los que disponen partidos y autoridad electoral podrían servir para encuentros y debates. Ese necesario ajuste a la Constitución tendría que salvaguardar el acceso de partidos y candidatos a tiempos gratuitos.

Cuatro. El formato de los debates. La experiencia mexicana e internacional documenta la escasa utilidad de los debates rígidos, con candidatos que recitan monólogos ensimismados. Se requieren tiempos equitativos pero flexibles, posibilidad de réplica, moderadores y no sólo presentadores, manejo de cámaras profesional y sin corsés impuestos por los partidos. La agenda de los debates debe ser diseñada por especialistas y comunicadores al margen partidos y candidatos. El estilo de cada debate dependerá en buena medida de la cantidad de participantes y variará entre el panel con uno o dos conductores y la presencia de ciudadanos que pueden ser seleccionados por sorteo y que hagan preguntas. No hay más opciones.

Cinco. Libertad para debatir. Es inaceptable que haya restricciones a la libertad de los medios, o de los grupos sociales que así lo decidan, para organizar todos los debates a los que estén dispuestos los candidatos. El rigorismo y la veleidad de no pocas resoluciones del Tribunal Federal Electoral han ocasionado una inquietante confusión en este, como en otros temas. La ley electoral establece que en la elección presidencial habrá dos debates obligatorios, con todos los candidatos. Pero además, “los medios  de comunicación nacional y local podrán organizar libremente debates entre candidatos”. Para ello basta comunicarlo a la autoridad electoral y que el formato ofrezca “condiciones de equidad”. Nada más. Es preciso que el Tribunal Electoral deje a un lado vaivenes y caprichos, que se ajuste a la letra de la ley y no se convierta, como ha sido en otros momentos y otros temas, en un factor de inhibición a la libertad de los medios y a la deliberación pública.

ALACENA. Paraísos de unos, infierno de la mayoría.

Los Paradise Papers, originados en dos compañías dedicadas a la creación de paraísos fiscales y que se comenzaron a conocer ayer después de haber sido clasificados por el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación, muestran sofisticadas operaciones para eludir el pago de impuestos. Varios personajes y empresas mexicanos aparecen en esos más de 13 millones de documentos. Allí habrá operaciones que eluden aunque quizá no transgreden la ley y otras que, de plano, confrontan la legalidad de los países de donde llegó ese dinero.

   Esos documentos comprueban la articulación de conexiones entre grandes consorcios, políticos de presencia global y transacciones irregulares que incluyen la creación de empresas de papel. Cada peso que se deja de pagar de impuestos significa menos recursos para obras sociales y públicas.

   Mientras la mayor parte de quienes vivimos de nuestro trabajo pagamos impuestos y cumplimos con las leyes hacendarias, hay una elite que se burla del fisco. Sí, todo eso ya lo sabemos. Pero es interesante conocer esas operaciones con datos, nombres, montos y testimonios documentales.