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El debate público

Del cártel, al Frente

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

24/07/2017

Es curiosa, pero también deplorable, la manera como nos dejamos llevar por el oficialismo en la nomenclatura. En Tláhuac tiene que haber una operación militar para someter a un grupo armado que controlaba política y el delito en esa plaza, que estableció redes de comercio ilegal, ha contado con respaldo de vecinos y dispone con una estructura organizativa. Sin embargo el jefe de Gobierno de la Ciudad de México, más empeñado en disimular la realidad que en modificarla, sostiene que no se trata de un cártel sino de un grupo grande y violento. Ya que la realidad es incómoda, el intento para minimizar su gravedad comienza por la exclusión de palabras angustiosas.

En Tamaulipas a una mujer que viaja en carretera con su familia una banda de forajidos se la lleva, con todo y automóvil. Transcurren varias semanas, el asunto cobra notoriedad porque la víctima es española (también en esa circunstancia hay una fetichización de las palabras) pero las autoridades mexicanas, y los medios con ellas, se rehusan a decir que fue secuestrada. Para ello, instruyen, es preciso que se haya requerido un rescate. Así que en México a la señora se la considera “persona no localizada” mientras en todo el mundo se dice, con toda propiedad, que fue secuestrada. El eufemismo es un recurso para que la realidad se ajuste a una presunta escrupulosidad jurídica pero funciona sobre todo para enmascarar los hechos. Lo mismo sucede cuando se afirma que alguien fue “levantado” por el crimen organizado en vez de decir, llanamente, que se trató de un secuestro.

Las coartadas semánticas aparecen por doquier. Los dirigentes y candidatos de los partidos (de todos los partidos) incumplen reglas electorales, dilapidan dinero que no es de ellos, intentan engañar a la autoridad manifestando erogaciones menores a las que realmente hicieron y después de toda esa farsa se dice, con delicadeza, que cometieron “rebase del tope de gastos de campaña”. Habría que afirmar, con toda claridad, que violaron la legislación, que hicieron fraude, que son unos tramposos.

Cuando las palabras nos envuelven comienzan a perder significado. Cuando se les reemplaza por términos más suaves, o menos incómodos, la realidad que describen sigue siendo áspera o enfadosa independientemente de cómo sea reseñada. Las cosas no cambian por mucho que sus imágenes sean diluidas con una retórica jurídicamente precisa que se ha vuelto políticamente correcta. Lo que se modifica es la capacidad narrativa de quienes diluyen de esa manera los hechos y sus significados.

En todos los flancos del escenario público encontramos expresiones de esa edulcoración intencionada, aunque a la postre fallida, de la realidad. López Obrador recibe a Korrodi, el antiguo operador financiero de Fox, desde el convenenciero pragmatismo que lo lleva a aliarse con cualquiera que acepte subordinársele sin importar trayectorias o intereses de sus nuevos compañeros de ruta. El dirigente de Morena le abre las puertas a Korrodi diciendo que “se vale rectificar”. Sin embargo el que rectifica es el propio López Obrador, cuya coalición se ha desdibujado política e ideológicamente.

Nadie puede pretender, a estas alturas, que Morena es un partido de izquierda. Se requerirá de un nuevo esfuerzo conceptual para caracterizarlo aunque los adjetivos para designar la ausencia de ideas y referencias políticas sean tan tentadores (pragmatismo, arribismo, oportunismo). En términos clásicos Morena y su dirigente son conservadores: apuestan a la restauración del viejo presidencialismo totémico, en donde el sistema político se articulaba (o más bien se pretendía que eso sucedía porque aquel presidencialismo nunca fue suficiente ni eficaz para gobernar al país) en torno a un personaje providencial. En términos sociales y sobre todo en el terreno de los derechos humanos las propuestas, así como las omisiones de López Obrador son literalmente reaccionarias. Populismo conservador, podría decírsele a esa actitud.

Tampoco se puede decir que el Partido de la Revolución Democrática es de izquierda. Quizá lo fue durante un interesante trecho cuando defendió derechos de las personas y de la sociedad y promovió reformas tan audaces como necesarias. En algunas de sus actuaciones en el gobierno el PRD conquistó avances sociales y reivindicó los derechos humanos, destacadamente en la Ciudad de México. Pero aquí mismo, y con peores resultados en muchas otras entidades y ciudades, ese partido toleró e incluso auspició prácticas de corrupción y abusos en el ejercicio del poder.

El recorrido que va de las arbitrariedades de Rosario Robles en el gobierno del DF a las muy posiblemente fraudulentas decisiones en la gestión de Marcelo Ebrard con la línea 12 del Metro, pasando por el impresentable y a la postre trágico gobierno de Ángel Aguirre en Guerrero, entre otras aciagas experiencias, tendría que haber llevado al PRD a bajar la cortina o a emprender un profundo replanteamiento. Una de las causas de la descomposición de ese partido ha sido su inveterada tentación por cobijarse en personajes ajenos a las izquierdas. Ese fue su defecto fundacional, cuando surgió como resultado de la supeditación de las izquierdas de tradición socialista y comunista a la fascinación que causaba el ex priista Cuauhtémoc Cárdenas.

Ahora el maltratado PRD, cuya presencia electoral mermada por los votos que le quitó Morena es menor a la mitad de lo que era hace pocos años, se encuentra en una posición peculiar: no puede ganar casi nada por si solo pero tiene la posibilidad de contribuir al éxito de otros. Se trata de una situación políticamente atractiva aunque en términos morales sea tan aciago tener que ir en el cabús de otros.

Al posible acuerdo del PRD con Acción Nacional le llaman Frente Amplio. Ese frente podría desembocar en una coalición con candidatos a los demasiados cargos de elección que tendremos para el 1 de julio. Son tantas las gubernaturas, diputaciones, senadurías y presidencias municipales que estarán en juego que sin duda habría posiciones de elección para satisfacer a todos en ese frente. El problema no es que haya algo para cada quien sino la capacidad de los así congregados —en caso de que ese intento fructificara— para convencer a los ciudadanos.

La dificultad del Frente se encuentra, valga la perogrullada, en su amplitud. Una cosa es encontrar aliados para impulsar un proyecto común y otra incluir a todo el que pasa por allí tan sólo porque se considere que mientras más, mejor. En política las adhesiones son convenientes… hasta que dejan de serlo. La aritmética, en política, no siempre funciona de manera mecánica.

El PRD y el PAN tendría que hacer un esfuerzo enorme para coincidir en un proyecto capaz de satisfacer no sólo a sus respectivos enfoques y trayectorias políticas sino, además, a sus militantes. No habría sido tan difícil si esos partidos hubieran mantenido la alianza que les permitió empujar reformas importantes en el Pacto por México. Pero cuando el atraso político ganó espacios sobre todo en la opinión publicada y al PAN y el PRD se les cuestionó por hacer alianzas con el gobierno, las dirigencias de ambos partidos se asustaron y en vez de solidificar sus coincidencias, sin que por ello tuvieran que abandonar las diferencias, se replegaron para enfrentar sus respectivos litigios internos.

Ahora cualquier acuerdo PAN-PRD es a contracorriente del rechazo a la política (es decir, a la construcción de coincidencias) que esos partidos han promovido en los años más recientes. El hipotético frente no está siendo diseñado para cambiar al país sino simplemente para impedir el triunfo de López Obrador o el PRI. Es decir, para que al gobierno lleguen unos y no otros sin que eso signifique cambios capaces de interesar a la sociedad. No es otra la lógica que hay en el intento para incluir en ese presunto frente a grupos tan desprestigiados como el PVEM y Nueva Alianza. Con tales socios el frente del que ahora se habla no es distinto al histórico pragmatismo priista, ni al convenencierismo del ex priista López Obrador.

Y está, desde luego, la selección del candidato presidencial. Un panista ahuyentaría al menos parte de la clientela aún perredista y al revés. Está bien que los promotores del Frente digan que primero son los principios y luego el candidato, aunque esa frase la hayamos escuchado tantas veces que suscita aburrimiento o desconfianza. Pero si todo lo demás avanza, al llegar al tema del candidato el esfuerzo por el frente tropezará con la ausencia de un personaje confiable para todos.

Hay que volver a los incómodos pero imprescindibles significados de las palabras. Frente: “Coalición de fuerzas distintas con una dirección común para fines sociales o políticos”. El problema no es la alianza sino esa dirección que implica dos cosas: el rumbo que se quiere tomar y el  liderazgo capaz de encauzar ese esfuerzo.