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El debate público

Desgastes y alternancias

 

 

 

José Woldenberg

Reforma

21/06/2018

 

Si los pronósticos se cumplen, el primero de julio seremos testigos de la tercera alternancia en el Ejecutivo en las últimas 4 elecciones. En el año 2000 los ejes fundamentales de la decisión fueron cambio o continuidad y el hartazgo acumulado con las décadas de gobiernos del PRI fueron un nutriente fundamental del resultado. En el 2006 las coordenadas izquierda-derecha parecieron ser claras; también se explotó el miedo, y al final, en la contienda más cerrada y polarizada de la historia hubo continuidad. En 2012, el desgaste sucesivo de dos gobiernos panistas aceitó la vuelta del PRI. La imagen de unas administraciones sub capacitadas para el ejercicio del gobierno volvió a abrir la puerta a los que “si sabían”. Y hoy, en 2018, la erosión de la fama pública de PAN y PRI parece que le abre la puerta a quien encabeza la coalición “Juntos Haremos Historia”.

Lo anterior es una simplificación grosera. Lo sé. Pero de los últimos comicios para elegir a los gobernadores de 24 entidades en 14 han ganado las oposiciones y solo en 10 se ha dado la continuidad. Algo querrá decir todo eso.

En primer lugar, que ejercer el gobierno en las circunstancias actuales desgasta. Y en segundo, que el sistema electoral, más allá de contrahechuras puntuales, funciona. Se trata de una fórmula que permite la substitución de los gobernantes utilizando una vía pacífica, institucional y participativa. Las elecciones están dando lo que pueden dar. Es más: resulta altamente significativo que la totalidad de las fuerzas políticas medianamente relevantes, que las organizaciones sociales, las corrientes académicas y los medios de comunicación (incluyendo a las redes), hayan forjado un potente consenso en torno a que la única vía legitima para arribar a los cargos de gobierno y legislativos es la electoral.

Pero si lo electoral está funcionando ¿qué es aquellos que carcome el aprecio por los gobiernos y que aceita los fenómenos de alternancia? La pregunta –creo- resulta pertinente porque el nuevo gobierno eventualmente puede sufrir un desgaste similar al de sus predecesores.

Dos asuntos están a la vista: la corrupción y la inseguridad. La corrupción es el disolvente más eficaz de la confianza no solo en los políticos sino en las instituciones de la República. Se ha abusado de la analogía con el cáncer, pero lo cierto es que la multiplicación de los casos de corrupción es similar a la metástasis que acaba por matar. Hoy, además, gracias al proceso democratizador, la visibilidad pública de la corrupción es mucho mayor que en el pasado y por fortuna la tolerancia hacia la misma es notablemente menor. Millones de personas se sienten, y con razón, ofendidas y maltratadas por ese fenómeno recurrente y no quieren ni pueden contemporizar con él. La inseguridad y la violencia, por otro lado, han devastado familias, comunidades, ciudades y estados. Los muertos, desaparecidos, secuestrados, chantajeados, humillados, suman legiones y la sombra de la violencia no solo inyecta altas dosis de zozobra a la vida en común, sino desgasta, hasta niveles indecibles, el aprecio por las instituciones.

Son dos asignaturas monumentales para cualquier nueva administración. Y mientras la primera, uno puede suponer, requiere de la voluntad política para atajarla y sancionarla, activando la justicia no la venganza. La segunda (la inseguridad) requerirá algo más que voluntad para restablecer o construir un Estado de derecho digno de ese nombre y un ambiente de civilidad que hace ya casi una década se erosiona día a día junto con aquello que debería ser el piso de nuestra convivencia: la vigencia plena de los derechos humanos.

Pero sin la visibilidad y la atención de los anteriores hay dos grandes campos que si no se atienden seguirán desgastando a los gobiernos. Mientras los jóvenes que se incorporen al mercado laboral no encuentren opciones de progreso, el malestar seguirá al alza, y para combatirlo se requiere de una política económica capaz de generar crecimiento e inclusión. Y mientras sigamos siendo un país marcado por abismales desigualdades el sentido de pertenencia a una comunidad nacional será frágil.

Una agenda mínima, pero necesaria, si es que además queremos revertir el desafecto marcado que existe hacia los actores e instituciones que hacen posible la democracia.