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El debate público

Detrás del encontronazo, la reforma coja

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

23/06/2016

Después de meses de tensión, con desplantes de bravuconería de ambas partes, el domingo el enfrentamiento entre la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y el Estado mexicano tuvo un desenlace trágico sin que se vislumbre con claridad su solución de continuidad. Sin embargo, en el estado actual de cosas el punto en disputa fue ganado por la CNTE, empeñada en llevar al límite su estrategia en el filo de la violencia a costa incluso de la vida de ocho personas y de daños materiales y personales todavía no cuantificados, mientras que el discurso de firmeza e intransigencia del Secretario de Educación, Aurelio Nuño, ha quedado, por decir lo menos, abollado por la eficacia tenaz de una estrategia que tiene profundas raíces en la historia nacional y ha formado parte de los mecanismos de transacción y componenda política desde los orígenes del enclenque estado mexicano: llevar el conflicto al límite hasta forzar la solución “por parlamentos”.

En la ensalada mortífera del fin de semana se mezclaron también otras hierbas tóxicas cultivadas en las resquebrajaduras de nuestra contrahecha organización estatal: la inveterada ineficacia de los cuerpos policiales para contener los brotes de violencia sin provocar tragedias, la falta de inteligencia para calcular la estrategia de los amotinados, la precaria coordinación entre los diversos cuerpos de seguridad, la balbuciente comunicación sobre los hechos, marcada por la actitud vergonzante de un Estado que se sabe sin legitimidad para usar la fuerza pública, precisamente por sus torpezas y sus excesos. Y viene todavía lo peor: la incapacidad para hacer una investigación clara, convincente y con responsabilidades deslindadas de manera precisa.

En el imaginario colectivo, lo ocurrido en Nochixtlán el 19 de junio quedará como un episodio más de la historia de la represión de los movimientos sociales en México, por más que una buena parte de la responsabilidad de lo ocurrido le corresponda a los dirigentes de la Coordinadora que llevaron con toda intención su protesta a los límites del enfrentamiento letal, con el objetivo de revertir su desprestigio social y concitar la solidaridad de quienes de otra manera no se hubieran movilizado en su favor precisamente por su intransigencia y su sinrazón.

Lo ocurrido es, sin duda, un fracaso de la política. De la local, encabezada por un Gobernador saliente aturrullado e incapaz, que ganó en su tiempo su elección gracias al apoyo del sindicato magisterial disidente, pero no fue capaz a lo largo de su gobierno de neutralizar a los grupos más radicales, añorantes de las falsas glorias insurreccionales de las guerrillas de la década de 1970. Pero también es un fracaso de la política educativa del Gobierno federal y del diseño final de la reforma, que no ha sido capaz de generar simpatía alguna entre miles de profesores que no la ven más que como amenaza, sin encontrar en ella oportunidad alguna.

Ninguna de las iniciativas reformadoras del principio del gobierno de Peña Nieto gozó de tanta simpatía como la educativa. La coalición favorable al cambio de un arreglo institucional que había deformado el sistema de incentivos de los profesores –pues sólo premiaba los méritos sindicales y políticos y no los académicos y profesionales, mientras sometía a los maestros al control de un sindicato corrompido y antidemocrático– fue amplia y transversal: abarcaba desde organizaciones de inspiración empresarial hasta amplios grupos de la sociedad civil definidos de izquierda, convencidos de que el sistema educativo creado durante la época clásica del régimen del PRI generaba resultados catastróficos, pues no sólo no era capaz de producir el capital humano necesario para el desarrollo tecnológico y para aprovechar las ventajas de los mercados complejos, sino que en lugar de ser una palanca para luchar contra la desigualdad era un mecanismo de reproducción de la inequidad.

Para los promotores de la reforma estaba claro que el control del SNTE sobre la carrera de los maestros era un obstáculo para generar un sistema de incentivos que premiara el buen desempeño y el estudio, provocaba el estancamiento de la mayoría de los docentes y generaba privilegios injustos para los dirigentes sindicales. Por eso, la declaración de Peña Nieto en su toma de posesión de que estaba dispuesto a terminar con ese arreglo, que durante décadas había sido puntal de su propio partido, fue recibida con grandes expectativas por quienes buscábamos construir una nueva institucionalidad para la educación en México.

La coalición favorable a la reforma, sin embargo, sólo mantuvo sus consensos hasta la aprobación de las nuevas normas constitucionales en la materia. A partir de ahí, las posiciones comenzaron a divergir, en torno a los mecanismos concretos que generarían el nuevo sistema de incentivos para los maestros. La visión más empresarial, adversaria de cualquier involucramiento del propio gremio en los asuntos de su carrera, centró sus objetivos en construir un sistema de evaluación con el cual premiar y castigar a los docentes; ese fue el punto de vista que resultó determinante en el desarrollo de la Ley del Servicio Profesional Docente, construido centralmente en torno a incentivos negativos: la amenaza de la pérdida del empleo para aquellos que no pasaran los exámenes, mientras los incentivos positivos se mandaron a un programa que sustituiría a la llamada Carrera Magisterial, creada en 1992, y que finalmente se concretó en el engañoso Programa de Promoción en la Función por Incentivos en Educación Básica.

De acuerdo con la ley, toda la gestión del servicio profesional docente queda en manos de los funcionarios de la Secretaría de Educación Pública, estos sí nombrados de manera arbitraria por sus jefes y sin ningún criterio de evaluación para su gestión, en la más añeja tradición del servicio público como botín a repartir entre los validos políticos. No existe en el pretendido servicio profesional ningún colegio integrado por los propios docentes que participe en los criterios de evaluación o de supuesta promoción, que no es tal, sino un sistema de incentivos económicos que no implican un ascenso real de jerarquía y responsabilidad colectiva sino solo un sobresueldo siempre sometido a los resultados obtenidos en una evaluación que no toma en cuenta ni la creatividad en el aula, ni el liderazgo entre los pares, ni la práctica cotidiana: solo los exámenes diseñados centralmente en las oficinas burocráticas.

No sorprende que a buena parte de los profesores esta reforma les resulte ajena, lejana, impuesta. La mayoría la ha aceptado con una docilidad producto de años de sometimiento al sindicato oficial –el cual por cierto está vivito y coleando y controla aún segmentos relevantes de la carrera de los profesores, como la movilidad entre escuelas– mientras que los irredentos se han convertido en hueste de una camarilla ultraizquierdista, tan antidemocrática como la oficialista, pero dispuesta a inmolarlos con tal de mantener su influencia y sus parcelas de rentas. Una tragedia.