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El debate público

Días de pandemia

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

16/03/2020

La pandemia es democrática, afecta a todos más allá de la condición de cada quien. Nos equipara en el temor. Nos conduce a reconocernos, todos, vulnerables.

La civilización y el progreso engendran certezas. Nos esmeramos para saber qué ocurre en los ámbitos más variados e inclusive para anticipar qué sucederá y cómo. A diario consultamos el pronóstico del clima. Las etiquetas en medicamentos y comestibles nos avisan qué puede ocurrir si los consumimos. La epidemia, en cambio, tiene un componente de incertidumbre que nos irrita. El virus se oculta, sus manifestaciones son equívocas, los procedimientos para identificarlo en ocasiones resultan dudosos o inaccesibles.

Las proyecciones estadísticas muestran la velocidad que puede alcanzar el contagio, la capacidad finita de los hospitales, la pertinencia o no del bloqueo de fronteras o de evitar reuniones numerosas. Pero no sabemos a ciencia cierta si en el carrito del supermercado o en el botón del elevador alguien dejó vestigios de la infección. Con el virus la naturaleza nos recuerda la fragilidad de las certidumbres que hemos construido y, desde luego, nuestra innata vulnerabilidad. Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido reza la primera línea de Masa y poder, la monumental obra de Elías Canetti (publicada en 1960 y traducida por Muchnik Editores en 1977).

La pandemia subraya nuestra fragilidad no sólo como individuos sino como sociedad y como especie. No es suficiente consuelo saber que la letalidad del virus es limitada. Podría ser peor. Siempre todo puede ser peor. Ya sabemos que todo cuanto hacemos, o dejamos de hacer, se encuentra acotado por la fugacidad de nuestras vidas. Mario Vargas Llosa, en su texto de ayer domingo aquí en Crónica, asume un sensato pero lúgubre realismo para recordar que sin la muerte la vida “sería infinitamente aburrida”, no habría aventura ni misterio. Pero cuando estamos ante amenazas masivas se hace evidente que esa fatalidad nos involucra a todos. Se despliega entonces una consiguiente paradoja: para protegerse la sociedad se tiene que volcar sobre sí misma, juntos multiplicamos capacidades, la cohesión nos fortalece.

En este caso, para enfrentar al virus es preciso el trabajo de científicos y médicos. Gracias al tesón, en algunos casos heroico, de enfermeras, cuidadores y profesionales de la salud, las personas infectadas reciben tratamiento, cuando hay infraestructura y decisiones suficientes. La sociedad se robustece en sus héroes, como ha sabido reconocer la gente en España que aplaude desde sus balcones a los trabajadores de la salud que atienden la emergencia.

No todo son conductas virtuosas, desde luego. El miedo desata siempre las peores pulsiones de los individuos. En la crisis sanitaria la abnegación no siempre es el valor más extendido sobre todo cuando escasean recursos de atención a los enfermos y si no hay claridad sobre la expansión de la epidemia y las maneras de enfrentarla. El temor desencadena el egoísmo que siempre nos acompaña. La especulación con gel antibacteriano y cubrebocas es un comportamiento antisocial para sacar provecho individual de la emergencia. En estas situaciones la delincuencia aprovecha el estado de crispación que padecemos para engañar o hurtar de diversas maneras. Ahora inclusive, a través de las redes sociodigitales los atracadores promueven versiones engañosas, ofrecen productos fraudulentos o propagan ligas a sitios maliciosos.

A diferencia de otras catástrofes o de las guerras, en las epidemias más graves “el enemigo es secreto, no se lo ve por ninguna parte; no se le puede atacar. Sólo se espera ser atacado por él” explica, otra vez, Canetti. Por eso es tan turbadora la ausencia de información completa o, peor aún, la sospecha de que no sabemos todo lo que se podría conocer sobre el crecimiento de la epidemia.

Más allá de las consecuencias médicas, el peor efecto de la pandemia puede ser el retraimiento político de las sociedades y la tendencia al endurecimiento de los Estados. Las necesidades mismas que impone la emergencia obligan a que los gobiernos dispongan medidas extraordinarias para bloquear fronteras, establecer prohibiciones, incautar productos e instalaciones e incluso para afectar derechos individuales, como ha sucedido —más allá de que esas disposiciones sean adecuadas o no.

Las reacciones frente a la epidemia siempre han sido iguales porque son, antes que nada, espontáneas.  De nuevo citamos a Elías Canetti: “El contagio, tan importante en la epidemia, hace que los hombres se aparten unos de otros. Lo más seguro es no acercarse demasiado a nadie, pues podría acarrear el contagio. Algunos huyen de la ciudad y se dispersan en sus posesiones. Otros se encierran en sus casas y no admiten a nadie. Los unos evitan a los otros. El mantener las distancias se convierte en última esperanza”.

Si la sociedad se descuida, el temor puede favorecer al autoritarismo. Cuando los reflejos comunitarios no funcionan de manera suficiente y el individualismo prevalece sobre principios como la solidaridad, la gente busca en donde puede las certezas que no encuentra de otra manera. El miedo acentúa la tendencia al conservadurismo y, de esa manera, a las inclinaciones autoritarias. Por eso es indispensable que las decisiones de emergencia sean tomadas de acuerdo con las normas para esas situaciones, atendiendo a los expertos en salud pública y siempre en consonancia con los órganos destinados a representar la diversidad y a ejercer contrapesos dentro del Estado.

Ya que el contratiempo sanitario es de carácter general, todas las instituciones del Estado y de la sociedad tendrían que actuar de manera coordinada; con información suficiente, homogénea y autorizada; con intercambio y deliberación que permitan evaluar todas las opciones, pero sin demoras para tomar las decisiones pertinentes. En el caso de México preocupa mucho que el presidente no haya convocado al Consejo de Salubridad General. Cuando se le reúna, sus sesiones debieran ser públicas.

La emergencia es global. De allí la necesidad de una acción concertada como la que lleva dos meses demandando la Organización Mundial de la Salud. Una de las consecuencias favorables de esta crisis podría ser el fortalecimiento de los organismos internacionales, sin los cuales el mundo no puede atender amenazas globales como la que se vive ahora. Sin embargo los llamados del director general de la OMS para que los gobiernos atiendan la pandemia con sensatez e inteligencia indican que no todos lo están haciendo así.

Cuando Donald Trump convoca a los estadunidenses para enfrentar “el virus extranjero” o cuando Nicolás Maduro asegura que ya tiene una pastilla cubana que alivia el coronavirus, estamos ante expresiones de necedad que entorpecen o difieren las decisiones urgentes para atajar los contagios. Tipificar al virus como una amenaza que llega de fuera ignorando que se trata de un asunto global, favorece el nacionalismo aislacionista que anida entre las clientelas del presidente estadunidense. Atenerse a remedios dudosos y a la charlatanería, significa un engaño y también una manera de restarle importancia a la emergencia.

El desdén a la pandemia puede conducir a una negligencia extremadamente costosa. Desde luego hay que evitar el pánico pero, comparadas con las medidas que toman gobiernos en otros países, las decisiones del gobierno mexicano parecen insuficientes o tardías. Más que nunca, en crisis como ésta se requieren liderazgos capaces de entender, y así, explicar y orientar a la sociedad. La conducta irresponsable del presidente López Obrador va más allá de la anécdota populachera. Cuando incumple las recomendaciones de distancia social que formula su propio gobierno, como de manera tan patente hace en los días recientes, el presidente manifiesta su desprecio o su ignorancia ante la epidemia. En un momento muy difícil, cuando la sociedad toda tendría que actuar unida y con responsabilidad, el presidente propicia lo contrario.

La distancia social que se requiere ahora debe ser solamente física. Frente a la gravedad de la epidemia e incluso ante los imprudentes, la sociedad puede reivindicarse a sí misma como tal: reconocerse en sus valores civilizatorios y por lo tanto en la solidaridad y en su diversidad, saberse cohesionada y de esa manera capaz de protegerse sin exclusiones, admitir que las catástrofes son desafíos y tienen costos y que sin duda hay miedo, pero que todo ello se remonta mejor apoyándose en el conocimiento, con responsabilidad y generosidad.