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El debate público

Diversidad sexual

José Woldenberg

Reforma

23/06/2016

En mayo, el presidente de la República, para sorpresa de muchos (me incluyo), envió al Congreso de la Unión una iniciativa de reforma constitucional que intentaba acabar con la discriminación normativa que de manera ancestral e inercial pesa sobre los homosexuales. Apoyándose en resoluciones previas de la Suprema Corte se trataba de reconocer un derecho humano, trascendiendo todo tipo de prejuicios y establecer, sin posibilidad de confusión, el derecho de las personas de un mismo sexo a contraer matrimonio. Cierto que en algunos estados ese derecho ya se reconoce pero el propósito era extenderlo precisamente para acabar con un trato diferenciado según la entidad. El «paquete» de reformas es una fórmula que coadyuva a combatir nociones que han producido maltrato y persecución cuya fuente es la diversidad sexual. El Presidente llamó a revisar y desterrar las normas que tuvieran un contenido discriminatorio e instruyó a Conapred a realizar campañas contra la homofobia. La representación en México de las Naciones Unidas vio con muy buenos ojos la propuesta y muchos pensamos que, por fin, el país tendría una más sólida plataforma constitucional y legal para construir un dique contra una forma especialmente odiosa de segregación y rechazo.

Pues bien, dicha iniciativa, que por donde se le vea tiene un alto sentido civilizatorio, porque destensa relaciones durante demasiado tiempo conflictivas, inmediatamente fue cuestionada por la Iglesia y por personas que creen profundamente que el único matrimonio legítimo es el que se establece entre un hombre y una mujer. Es una convicción apuntalada en la tradición, una idea más que sedimentada por el tiempo y los usos y costumbres, pero en México y en muchas partes del mundo, millones de personas se cuestionan esas certezas por los altos costos sociales que acarrean y han acarreado. Porque de eso se trata: no solo de darle vueltas a las reales o supuestas bondades de una proclama, sino de detenerse en las derivaciones de la misma. Porque quienes se oponen al matrimonio entre personas del mismo sexo no deben evadir -porque sí pueden evadir- las consecuencias que emanan de sus dichos y su negativa a reconocer una realidad que no se puede tapar con uno o mil prejuicios.

Esas reacciones eran previsibles. Convicciones arraigadas a lo largo de los siglos no desaparecen de un día para otro ni de un año para otro. Pero luego de las elecciones pasadas, desde la propia Iglesia, la militancia política y el comentario periodístico, no faltaron quienes atribuyeron la sonada derrota del PRI a la propuesta presidencial. No sabemos si eso es cierto o no, pero tratándose de un asunto como ese, preocupa y mucho que los cálculos políticos -que nunca dejan de estar presentes- acaben atentando contra derechos porque a una presunta o real mayoría le resultan impropios.

La diversidad de orientaciones sexuales es una realidad del tamaño de los océanos. Es, ha sido y será. No hay exorcismo ni conjuro que valga. Y en sí misma debería de observarse como parte de la variedad y riqueza del género humano.

No obstante, el afán por imponer una supuesta normalidad, por generalizar un cartabón único, eso sí ha generado fenómenos indeseables: persecución, estigma, discriminación. Es por ello, porque demasiadas personas a lo largo de la historia han sido acosadas y maltratadas, porque han tenido que reprimir su orientación, sus gustos y placeres, porque se les ha tratado como si portaran una enfermedad, digo, por ello, estamos obligados a reconocer la realidad y ofrecerle el mejor cauce para su expresión civilizada.

Si dos personas mayores de edad del mismo sexo quieren casarse deben tener todas las garantías para hacerlo. Por tres razones que me parecen centrales: a) porque deben gozar del mismo derecho que el resto de sus conciudadanos, b) porque siendo adultos nadie debe tener la facultad de interponerse en su decisión y c) porque no hacen mal a nadie.

Con una operación como esa todos ganamos. El matrimonio entre personas del mismo sexo, mayores de edad, puede y debe ser un expediente sencillo y legitimado para quienes deseen explotarlo; con él se revierten prejuicios ancestrales que hoy por hoy solo engendran odio y acechanzas, pero sobre todo, se reconoce una realidad que nadie debería pretender ni podrá erradicar.