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El caso ABC y la trampa constitucional

Las trampas constitucionales vs. el Estado de derechos

Existe un vivo interés por la actuación de la Suprema Corte en el terrible caso del incendio de la guardería ABC de Sonora. Y hay desacuerdo. En el núcleo del debate se ventilan cuando menos, dos paradojas:

– La instauración de la “responsabilidad objetiva” como principio de derecho. Ningún funcionario puede alegar lejanía, inocencia o no responsabilidad, por muy alto que se halle en la cadena de mando. Si es responsable de la institución, es responsable de lo que pasa en ella, en particular cuando ocurre una violación a los derechos fundamentales contra aquellos que se supone, la institución a su cargo, protege.

– El juicio anticipado. Una investigación bien hecha, elegantemente escrita y basada en datos duros, no puede sin embargo, sustituir al juicio, al derecho que todo acusado tiene de defenderse mediante el “debido proceso”. La facultad de investigación que en este caso, ejerció la Corte, no colma ni lejanamente ese requisito de legalidad. Y sin embargo, el juicio y la condena pública está dada ¿eso es justicia?.

Tales son las coordenadas del debate que se desenvuelve en los siguientes textos.

La hora de la impunidad

Miguel Carbonell
El Universal. 17/06/2010

No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de la profunda crisis por la que está pasando el Estado mexicano. Miles de muertos caen cada año sobre nuestras calles, como resultado de enfrentamientos entre bandas que el Estado no puede controlar, o como resultado de una “limpieza selectiva” que pudieran estar realizando algunas corporaciones policiacas. Muchas de esas muertes casi nunca son investigadas. Las averiguaciones previas correspondientes simplemente son archivadas. Nada pasa. Los familiares de los muertos con frecuencia ni siquiera reclaman los cadáveres, que se terminan apilando en fosas comunes.

En ese contexto, los ciudadanos prácticamente ya no tienen la más mínima esperanza en que alguna autoridad pueda aplicar algo parecido a la justicia. La impunidad se termina imponiendo siempre y la credibilidad ciudadana en el aparato estatal es nula.

Pues bien, la Suprema Corte tuvo en sus manos una oportunidad de oro para restaurar mínimamente la confianza en la justicia y en el Estado mexicano por completo, al ejercer la facultad de investigación del artículo 97 constitucional en el caso de la guardería ABC.

La Corte había aceptado intervenir en el caso. Había nombrado una comisión de dos magistrados para integrar el expediente de investigación. Le había asignado la confección de un proyecto de dictamen el ministro Arturo Zaldívar. Las tareas correspondientes costaron al erario varios millones de pesos (alrededor de siete). Esta semana pudimos presenciar el lamentable desenlace.

Zaldívar decidió presentar un proyecto que apelaba a la mejor tradición del Estado constitucional y decía algo que, por ser tan obvio, casi ninguno de sus colegas pudo entenderlo: donde hay facultades para un funcionario público, debe haber responsabilidades. Tan fácil y tan lejos de la comprensión de ocho ministros de la Suprema Corte que votaron en contra de la idea de señalar responsables por la muerte de 49 infantes y las lesiones de otros 100. Solamente hay funcionarios “involucrados”, dijeron esos ocho ministros. No se atrevieron a pronunciar una palabra que les debe parecer insólita: “responsables”.

La discusión que muchos mexicanos siguieron con gran atención durante esta semana nos indica que la Corte es buena para perderse en formalismos y para evadir el ejercicio de su tarea como órgano controlador del poder, pero menos buena a la hora de construir un discurso jurídico que la convierta en la garantía efectiva de nuestros derechos fundamentales.

Quizá habría que matizar lo anterior, ya que no todos los integrantes de la Suprema Corte decidieron entretenerse en citar a Cicerón y hablar de la diferencia entre la ética y la moral (curioso divertimento, cuando a pocos metros estaban los padres de los niños muertos, que habían recorrido miles de kilómetros desde Hermosillo para estar en la sesión). Zaldívar, Sánchez Cordero y Silva Meza mantuvieron una línea de gran congruencia.

No cabe duda que la facultad de “investigación” de la Suprema Corte es ciertamente extraña. No hay ningún otro tribunal constitucional del mundo que la tenga, hasta donde mi información alcanza. Tan es así que ya el Senado ha aprobado una reforma constitucional para trasladar dicha facultad a la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH). Pero mientras esté vigente la Corte debe ejercerla de forma tal que tenga sentido y pueda dar lugar a una determinación efectiva de responsabilidades. No responsabilidades penales o administrativas, desde luego; pero sí por “violaciones graves de garantías individuales”, tal como lo prevé expresamente la Constitución. Zaldívar identificaba con propiedad a 14 funcionarios o ex funcionarios. No todos tenían el mismo grado de responsabilidad, pero el ministro ponente precisó en cada caso los deberes legales que habían violado, por acción o por omisión.

Hoy sabemos que la mayoría de los ministros decidió no seguir la novedosa y bien construida ruta que les propuso Zaldívar. Lo más seguro es que el caso termine como termina casi todo en México: en el olvido y en la más absoluta impunidad. Los responsables se habrán salvado de la Suprema Corte. Pero de lo que nunca se podrán salvar es de la vergüenza de sus ilegalidades. Esa los perseguirá siempre y, tal vez, será su peor castigo.

www.miguelcarbonell.com

twitter: @miguelcarbonell

¿QUÉ ESTAMOS HACIENDO?

José Woldenberg
Reforma. 17/06/2010

Esta no es una nota sobre el proyecto que el ministro Zaldívar presentó a la Corte, tampoco sobre el terrible drama de los niños y padres de la guardería ABC de Hermosillo, menos sobre la inacción de las procuradurías de Sonora y la General de la República, ni sobre los muy pedagógicos debates que se están desarrollando en la Suprema Corte, sino sobre el mal arreglo normativo institucional en la materia. Los primeros temas enunciados sirven para ilustrar la “trampa” que la Constitución le coloca a sus destinatarios, ya que no solemos pensar en que otorgar facultades mal diseñadas a una autoridad puede resultar contraproducente para todos. El infierno está empedrado de buenas intenciones.

La tragedia de la guardería es irreparable. La muerte de 49 niños suscitó, y con razón, un fuerte clamor de justicia. Los responsables de esas muertes y de las decenas de heridos, con secuelas para toda la vida, deberían ser castigados. Hasta ahí existe un amplio consenso. La impunidad es una de las peores constantes de nuestra vida social y empezar a revertirla resulta una tarea estratégica si es que se desea construir una convivencia medianamente civilizada.

Pero más allá, como en su momento en relación a otros casos que investigó la propia Corte (Aguas Blanca, Lydia Cacho), deberíamos pensar en la forma en que se va a impartir justicia. Digo justicia no un remedo, no un sucedáneo. Porque bajo el diseño actual, haga lo que haga la Corte, quedará como el cohetero dado que la normatividad no fomenta la justicia sino “otra cosa”.

En este caso, ante la inacción de las procuradurías de Sonora y la General de la República, que tenían la misión de investigar y presentar a los presuntos responsables ante un juez, la Suprema Corte, a solicitud de los padres de familia y de la Comisión Permanente, decidió abrir una investigación. La Constitución lo permite. Dice el artículo 97: “La SCJN podrá nombrar alguno o algunos de sus miembros o algún juez de Distrito o Magistrado de Circuito… cuando así lo juzgue conveniente o lo pidiere el Ejecutivo Federal o alguna de las Cámaras del Congreso de la Unión…, únicamente para que averigüe algún hecho o hechos que constituyan una grave violación de alguna garantía individual…”.

Es una facultad potestativa. Podía o no asumir al caso. Y cualquier opción era difícil. Si le entraba, la máxima autoridad judicial de la nación sabía que sus conclusiones no tendrían derivaciones jurídicas. Y si no le entraba, la indignación se incrementaría. Lo dicho: como el cohetero.

Pero al substituir y no (esta frase se explica más adelante) a las procuradurías y los jueces se subsana un problema y se crea(n) otro(s). La Corte entonces ha realizado una investigación por el único motivo que puede hacerlo: graves violaciones de garantías individuales. Pero ¿qué carácter tienen las aseveraciones de la investigación? Sin duda, un peso mayúsculo de opinión pública. Sus conclusiones serán o no un fuerte golpe político para quienes resulten responsables. También puede servir para corregir prácticas indeseables. Sin duda se trata de una especie de sanción moral que debe cimbrar a los destinatarios. Pero ese informe sea el que sea, tanto el que propone el ministro Zaldívar como cualquier otro no dejará de tener derivaciones perversas. Diga lo que diga la Corte, su acuerdo no tendrá consecuencias jurídicas (no es “vinculatorio”) y por supuesto ya se ha dicho la Corte no es ni debe ser un tribunal de moralidad.

Pero además, si se presume que los responsables lo pueden ser en términos administrativos, civiles y/o penales, entonces la potencial última instancia se convierte en primera. De tal suerte que los presuntos responsables no tienen garantías suficientes de un debido proceso. (Creo que algunos ni siquiera fueron escuchados). La SC, en términos metafóricos, se convierte en ministerio público, juez y abogado defensor al mismo tiempo. Tres importantes funciones que si no están diferenciadas tienden a crear cuerpos prepotentes. Podríamos incluso preguntarnos: ¿y si los presuntos responsables fueran a juicio por la vía ordinaria qué juez se atrevería a contradecir a la Corte?

¿Se fortalece la Corte convirtiéndose en un tribunal moral cuyas resoluciones no tienen derivaciones administrativas ni penales ni civiles? ¿Se fortalece de esa manera la justicia? ¿Y las garantías de debido proceso para los presuntos inculpados? ¿Qué estamos haciendo?

No es casual que la propia Corte haya planteado la necesidad de que el Poder Legislativo le haga el “favor” de quitarle tan ambigua facultad. Porque la Corte debe refrendar y fortalecer sus capacidades en materia de controversias constitucionales, acciones de inconstitucionalidad, juicio de amparo y ser la última instancia tratándose de apelaciones en contra de sentencias.

Recordemos que lo que buscamos (creo) es justicia para las víctimas y debido proceso para los presuntos culpables. Solo así la justicia será digna de tal nombre.

La facultad que permite a la Corte investigar es un bumerang que invariablemente la debilitará.

El ABC de la impunidad

Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada. 17/06/2010

La discusión del dictamen sobre el caso de la guardería ABC presentado por el ministro Arturo Zaldívar dejará huella en la conciencia jurídica y moral si es pertinente usar tales términos de la sociedad mexicana, cualesquiera sean, al final, las conclusiones del pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Por lo pronto, cuando aún falta un buen trecho para agotar todos los temas, la ponencia ya ha sido rechazada en un capítulo fundamental: el máximo tribunal sólo confirmará si en la tragedia de Hermosillo se violaron las garantías individuales de las víctimas, pero adelanta que no se atribuirán responsabilidades a los funcionarios mencionados en la investigación. Con ello, el tema de fondo de la argumentación de Zaldívar, el binomio impunidad/responsabilidad incluido en su alegato innovador sobre la facultad de investigación derivada del artículo 97 constitucional, quedará subsumido (y anulado) en un ejercicio jurídico semejante al de otros casos donde la Suprema Corte investigó graves violaciones a los derechos humanos (Oaxaca), sin consecuencias ulteriores para los funcionarios públicos involucrados en los hechos. Es verdad que el pleno de la Corte no puede imponer sanciones penales o administrativas, pero la facilidad con que se hizo a un lado la mera posibilidad de interpretar la facultad de investigación (y por tanto a la Corte misma) como una pieza indispensable para la mayor eficacia del sistema de protección de los derechos humanos establecido constitucionalmente nos revela, al menos para quienes sin ser abogados observamos los trabajos del pleno, que la Corte no dispone de los reflejos, la energía y la vitalidad que al día de hoy le permitirían sintonizar con un país que sólo puede reproducir el sistema democrático si está dispuesto a realizar cambios sustantivos en los poderes del Estado.

Sin embargo, el dictamen tiene un valor intrínseco, pues más allá de los detalles terribles de la investigación de la tragedia, en él se presenta una suerte de radiografía de la situación en que se hallan las administraciones públicas encargadas de los derechos sociales. Allí están reflejadas la cuarteaduras, las grietas que debilitan el estado de derecho y las instituciones, la confusión y el desorden reinantes en las políticas públicas, las omisiones que actúan como precursores de las violaciones a las garantías individuales, pero también se pone de relieve, como bien lo ha señalado Jesús Silva Herzog, hasta qué punto “la irresponsabilidad está instituida” como fuente inagotable de esa lacra llamada impunidad que multiplica al infinito la desconfianza ciudadana en la autoridad.

El dictamen de Zaldívar tiene el mérito de no refugiarse en los formulismos para comenzar a resolver el problema que afecta al Estado como tal: frente al fracaso de los instrumentos ordinarios de la justicia (y ese es el problema toral que se queda sin respuesta) para atender situaciones como la de la guardería, el ministro propone redefinir el papel del máximo tribunal para, sin quebrantar la Constitución, darle a sus resoluciones en la materia la fuerza política y moral que en un régimen democrático proviene con toda legitimidad del órgano encargado de velar por la Constitución y sus valores.

Como era previsible, contra la opinión de Zaldívar se alzaron de inmediato las voces de la mayoría, acusando al ponente de proponer la creación de un tribunal de conciencia, cuando, como señaló el ministro Silva Meza, quien junto con Olga Sánchez argumentó a favor del dictamen, la facultad investigadora debe verse “como un mecanismo notable y puro de control político constitucional, de control de responsabilidades constitucionales derivadas de violaciones graves de garantías individuales”. En ese sentido, ¡cuánto favorecería a los sujetos de las políticas sociales saber que las omisiones de la autoridad en la aplicación legal de las políticas públicas también podrían considerarse como el punto de partida para fijar responsabilidades en situaciones que implican violación a los derechos humanos! Pero no ha sido posible, por ahora. Lo que ya no parece lógico es el desprecio de algunos ministros por la dimensión ética o moral de sus resoluciones, como recordó Silva Meza, pues “si bien negar la autoridad moral de la Suprema Corte en relación con su papel como intérprete de la Constitución es un contrasentido, si la ultima autoridad moral de decir lo que dice la Constitución no está en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, entonces en quién está”.

Pienso que la exhibición de la responsabilidad y ésta debe probarse con argumentos legales de un funcionario no significa pasar un juicio sobre sus valores morales, pero sí implica, ciertamente, la reprobación pública de aquella conducta que, bien por acción o bien por omisión del cumplimiento de la ley, tiene un efecto negativo sobre los hechos investigados. En condiciones de normalidad democrática, se esperaría antes que nada la renuncia de los funcionarios involucrados, así fuera para facilitar las averiguaciones, pero en México esa actitud sería una afrenta a la lógica del poder prevalenciente gracias, en parte, a las grandes lagunas del estado de derecho y su operación concreta. Que la Corte sólo pueda dictar una resolución moral no es lo que en última instancia define el interés del planteamiento del ministro Zaldívar. Pero cuando las demás instancias jurisdiccionales deciden no sancionar a los funcionarios, ya sería un alivio que el máximo tribunal aceptara, al menos, documentar la impunidad y señalar sin ambages a los responsables. Por eso resultan preocupantes las opiniones que subestiman, cuando no desprecian, las “sanciones morales” porque, según esto, con ellas se exime a los presuntos responsables de un juicio en forma que en la vida real no llegará nunca.

¿Tomará cartas el Legislativo para hacer las reformas que cierren de una vez las puertas a la impunidad?

El caso ABC: un callejón sin salida

Sergio López Ayllón
El Universal. 15/06/2010

Esta semana la Suprema Corte iniciará la discusión del caso ABC. El ministro Arturo Zaldívar presentó un proyecto provocador. Tiene el mérito de poner en la mesa uno de los problemas más graves de nuestro sistema político y jurídico: su incapacidad para fijar y aplicar responsabilidades. Esto crea el terreno fértil para que florezcan impunidad y desconfianza, los corrosivos más potentes del tejido social.

El ABC es un caso paradigmático de lo anterior, pues las responsabilidades corresponden a los gobiernos federal, estatal y municipal, pero como son de “todos” se diluyen y al final nadie las asume. La intervención de la Corte se da en este contexto, donde las instituciones con facultades para determinar los diferentes tipos de responsabilidades (penal, civil, administrativa y política) han sido incapaces de hacer el mínimo indispensable para que tengamos confianza en que algo va a suceder.

El proyecto de Zaldívar, que retoma la investigación realizada por una Comisión especial, concluye que sí hubo violaciones graves a las garantías de los niños y responde a la pregunta de quiénes fueron responsables de la tragedia. Expone además por qué considera que no fue sólo un accidente, sino el resultado de fallas sistémicas en la operación tanto del sistema de guarderías del IMSS como en las funciones de prevención en los sistemas estatal y municipal de protección civil.

Tenemos que ser cuidadosos en entender qué es lo que sigue para evitar falsas expectativas. La Corte actúa en el marco de lo que se conoce como la facultad de investigación, que es una reminiscencia del diseño original de la Constitución de 1917. Desde 1994 la Suprema Corte es un tribunal constitucional y por ello ahora resulta una facultad extraña, anómala y sin sentido. Ningún otro tribunal constitucional del mundo tiene algo semejante.

La facultad es anómala porque otorga a la Corte una función de investigación, “únicamente para que averigüe algún hecho o hechos que constituyan una grave violación de alguna garantía individual” (énfasis añadido). Nada más, ni nada menos. La Corte deja así de ser un juez para convertirse sin serlo en un Ministerio Público. Peor aún, la Constitución no atribuye consecuencia jurídica alguna a esta atribución. Por eso desde hace tiempo se ha insistido en eliminarla. Un reciente proyecto de reforma constitucional aprobado por el Senado la transfiere a la CNDH. Lástima, los señores diputados tienen “dudas” y lo mantienen en la congeladora.

El proyecto que ahora se discute propone una reinterpretación del alcance de esta facultad y avanza la posibilidad de que se fije a los funcionarios involucrados responsabilidades “constitucionales, éticas y políticas”. El asunto es problemático. Desconozco cuál es el eventual contenido y alcance de las responsabilidades “constitucionales” y el proyecto tampoco lo aclara. Para las políticas la propia Constitución establece un procedimiento y órganos responsables entre los que no se cuenta la Corte. Nos quedamos entonces con las éticas. ¿De verdad queremos convertir a la Corte en un tribunal moral al margen de la regla de derecho?

El asunto es más complejo si consideramos que esa determinación de responsabilidades se hace en un procedimiento de investigación, es decir, sin que los posibles inculpados tengan la posibilidad de una defensa adecuada. Este es un principio fundamental del Estado de derecho que la Corte aún con las mejores intenciones no puede obviar.

En los casos de Aguas Blancas, Lydia Cacho, Atenco y Oaxaca, la Corte ha intentado delimitar el contenido de esta facultad, siempre con resultados insatisfactorios. El dilema se plantea de nuevo ahora y es especialmente grave frente a la dimensiones de la tragedia. Pero la Corte enfrenta un callejón sin salida: o se limita a constatar la existencia de violaciones y señalar a las autoridades involucradas, o avanza por el riesgoso camino de fijar responsabilidades sin juicio ni consecuencias jurídicas. Cualquier decisión frustrará las expectativas de los padres de los niños y de los ciudadanos y lanzará la sombra de sospecha sobre la acción de los ministros. Pero esto es irremediable, pues el defectuoso diseño de la facultad no les permitirá como se espera impartir justicia. Peor aún, posibilita que las instituciones realmente responsables de hacerlo sigan en el cómodo pedestal de la inmovilidad. Todo esto no es culpa ni de la Corte ni del proyecto de Zaldívar, sino de una facultad que urge eliminar.

¿Quién es responsable de qué cosa?

Pedro Salazar Ugarte
El Universal, 08/06/2010

La impunidad es un virus que ha contaminado la vida nacional. Por eso, la sensación de que nadie asumió su responsabilidad en el caso del drama de la Guardería ABC ha calado hondo en el ánimo social. Esto explica que algunas voces hayamos celebrado el proyecto de dictamen elaborado por el ministro Arturo Zaldívar que será discutido por el pleno de la Suprema Corte. Se trata de un documento claro, bien estructurado y accesible en el que se ofrece un fresco de las acciones y omisiones que, en su conjunto, generaron las condiciones que hicieron posible la tragedia. Su lectura al menos a mi juicio nos persuade de que se trató de una calamidad y no de una catástrofe. Precisamente por eso cobra fuerza el reclamo de conocer a los responsables.

El ministro Zaldívar, con precisión y responsabilidad señala, caso por caso, con fundamento legal, las razones que justifican implicar a cada presunto responsable. En ello este documento constituye un paso con relación a otras ocasiones en las que se ha decidido echar mano de la delicada facultad que ahora se puso en movimiento. Por ejemplo, se supera el sentimiento de frustración generado por el precedente inmediato el caso Atenco y con ello se dota al instrumento de una fuerza constitucional y política que hasta ahora no había tenido. Eso, en principio, es positivo y merece reconocimiento pero, a contraluz, esconde una arista delicada que vale la pena ponderar de cara a la deliberación en el Pleno. ¿Cómo establecer el grado de responsabilidad de cada una de las personas señaladas en el informe?; ¿a cuántos y cuáles de los (ex) funcionarios señalados, en lo individual, a la luz de las imputaciones concretas, se les puede responsabilizar de cometer una “grave violación de derechos humanos”?

El dilema es delicado: calificar a la tragedia, en su calidad calamitosa, como una violación grave de derechos fundamentales parece atinado. El Estado, en sus tres niveles de gobierno, falló y generó las causas del drama. En ese sentido es consistente y resulta lógico sostener que, en su conjunto, los catorce servidores y ex servidores públicos señalados son corresponsables de lo sucedido. Pero, en aras de brindar a cada uno de ellos, como debe ser en un estado constitucional, un trato justo e imparcial no parece adecuado establecer el mismo grado de vinculación entre la acción u omisión que se les imputa y el hecho calificado jurídicamente como una “violación grave de derechos humanos”. Las responsabilidades, según consta en el texto, son diferentes en cada caso y la calificación de los hechos constituye la más grave imputación constitucional que se pueda hacer a un servidor público en el contexto del ordenamiento mexicano. Y lo que está en juego también es una cuestión de derechos: las personas señaladas como responsables en el informe final que apruebe la corte (por supuesto en caso de que las haya) cargarán por el resto de su vida con el señalamiento de haber cometido un hecho grave, gravísimo.

Estamos ante un caso difícil de cuadrar. Todos los señalados, a la luz de lo que consta en el proyecto, tienen alguna responsabilidad pero si confrontamos, caso por caso, las imputaciones con el peso de las consecuencias políticas y legales de la figura constitucional contenida en el artículo 97. II, podría fracturarse el principio básico de proporcionalidad. Por eso creo que los ministros deben valorar positivamente el proyecto de dictamen en su conjunto pero ser muy precisos al momento de individualizar el vínculo trágico por la redacción de la facultad que ejercen entre las acciones y omisiones denunciadas, en cada caso, y la “grave violación de las garantías individuales” de los niños y de sus familiares. De hecho, antes de emitir su veredicto, en aras de ofrecer garantías a los implicados, sería deseable que cada uno de ellos pudiera aportar los elementos que considere oportuno en su defensa.

El problema no está ni en el texto del proyecto ni en el procedimiento para desahogarlo sino en el diseño de la facultad constitucional. Ante la falta de controles oportunos se activó un recurso extraordinario en el que nuestros jueces, para evitar la impunidad, deben imponer una sanción política y constitucional extrema y, en muchos sentidos, radical.