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El debate público

El contexto de la negatividad

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica

10/06/2018

 

Hace unos días, un taxista observador y por lo visto politólogo, se dirigió hacia mí mediante el retrovisor (consciente de mi evidente, avanzada edad): “Pero señor ¿usted recuerda unas elecciones más feas, grises, más infames?”.

La inquisitiva tiene todo el sentido del mundo, pues ni siquiera en el clima oscuro y predemocrático de 1994 (con guerrilla y asesinato presidencial incluidos) y tampoco durante la rocambolesca y cerradísima competencia de 2006, el clima, lo tosco, los episodios de violencia, asesinatos de candidatos y el juego sucio había llegado a los niveles que vivimos hoy.

No hablo sólo de las campañas negras (y estúpidas que en eso van de la mano); no hablo del tipo de mensajes y de los insultos que los candidatos se arrojan en spots o frente a frente, en cadena nacional. Hay algo más profundo en el tono deprimente y depresivo que domina la conversación pública de hoy: un contexto de hartazgo muy profundo y la intuición de que el cambio —si bien necesario— no augura demasiadas esperanzas. Votantes exasperados pero que no acudirán a las urnas esperando salidas luminosas, entre otras cosas, porque saben que no las hay.

Sé que nuestro innombrable candidato puntero es tratado con devoción beatífica en muchos pueblos, pero ese no es el ánimo en las ciudades. Lo que lo convierte en otro tipo de fenómeno.

El gobierno federal no pierde oportunidad para exhibir su impericia, fracaso tras fracaso (en materia de seguridad, en la negociación comercial con el norte, en el pulso político con Trump, la situación de Pemex, el misterioso precio del dólar y un larguísimo etcétera). Pero también es cierto que en muy pocas regiones del país el voto será producto del premio ciudadano al buen gobierno previo, como lo mandaría el canon democrático. El móvil de esta votación es el contexto de la negatividad, un desorden emocional, con muy pequeñas dosis de buen humor, ni grandes ánimos ni grandes expectativas. Los mexicanos quieren cambiar, desechar a sus gobiernos y poco más, sin ese halo celebratorio que, por ejemplo, le sobraba al 2000.

Hace apenas un año, las elecciones 2018 parecían llevar al sistema político a una fragmentación todavía mayor: Presidente sin mayoría, congresos plurales como nunca, poder disperso por gobernadores de muchos partidos quienes, a su vez, tampoco tendrían la fortuna de contar con mayorías en sus propios congresos. Un mapa denodadamente diverso y complicado que exasperaba y ponía los pelos de punta a los políticos profesionales y no pocos, importantes analistas.

Pero la onda de choque negativo hizo virar al buque hacia un escenario más bien orgánico, unitario. Un gran ensayo corporado que recluta todo lo que sea necesario reclutar; que convoca lo más extremo y lo más disímbolo, y fagocita fuerzas, poderes de hecho y de derecho, personajes, intereses en una indefinible mezcla de tres ideas fijas y muchas más incoherentes, inconexas, incluso contradictorias.

Todo esto construye el preámbulo de una edad incierta, no solamente por el muy posible realineamiento en torno a un poder centralizado (¿quién se atreve a andar de malas con el campeón del 50 por ciento?) sino porque a pesar de su fortaleza real e imaginada, ese posible gobierno granítico chocará con los problemas más graves y más grandes que la República haya enfrentado en mucho años.

El gobierno del 2018-2024 tendrá que lidiar con una agenda desmesurada de asuntos, muchos de los cuales ya se antojan imposibles. La violencia, la muerte en niveles históricos provocada por el crimen y la inseguridad ciudadana, para empezar. El chantaje permanente del trumpismo, que cobra forma como guerra comercial y discriminación masiva de los nuestros. El necesario plan “b” ante la muy posible implosión del TLC. El incierto devenir de las pretenciosas reformas estructurales. La estabilidad fiscal del Estado, las absurdas promesas de cero impuestos en medio de la crisis de Pemex. La complicada agenda anti-corrupción y por supuesto, la despiadada persistencia de la pobreza y la desigualdad que todo lo corroe. Esta es la negatividad, caldo de cultivo de la negatividad electoral de nuestros días.

Vamos a un cambio en las condiciones políticas como no lo habíamos visto en 20 años. Creo poder afirmarlo. Pero ese parto será producto de una campaña ilegible, gris, virulenta. Lo más importante —en el promedio— es que los que gobiernan hoy, se vayan con su retórica y sus prácticas. Pero los colosales problemas de México no han tenido respuestas en unas campañas que ya fenecen. La negatividad como contexto de un cambio incierto.