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El debate público

El Ejército por sus fueros

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

19/05/2016

La historiografía y la ciencia política mexicanas nos deben estudios serios, a profundidad, sobre el ejército mexicano. Uno de los asuntos cruciales de la institucionalización estatal en este país después de la Revolución Mexicana fue el gradual sometimiento civil de las fuerzas armadas que habían tomado el poder y controlado el territorio después de la guerra al poder civil. A partir del pacto de consolidación del que surgió el PRI en 1946 los militares quedaron separados definitivamente de la Presidencia de la República, aunque no del todo del poder político, pues mantuvieron parcelas considerables de influencia y participaron en la distribución de cotos de extracción de rentas, sobre todo con la concesión de gobiernos estatales y de control de territorios, donde se beneficiaron del mecanismo privilegiado del régimen para reducir la violencia: la negociación privada de la desobediencia de la Ley.

Ese arreglo distributivo fue, con todo, un garbanzo de a libra en el entorno latinoamericano, donde en países con los que México comparte trayectoria institucional los ejércitos mantuvieron un papel definitorio en las relaciones de poder y una y otra vez se hicieron directamente con el control estatal hasta bien entrada la década de 1980. Los golpes militares se sucedieron, con pocas excepciones, durante el tercer cuarto del siglo XX a lo largo de la región, mientras que en México se consolidaba el control civil del Estado y las Fuerzas Armadas aceptaban su papel subordinado aunque influyente.

Desde la desaparición del sector militar del PRM, al principio de la presidencia de Manuel Ávila Camacho, los integrantes de las fuerzas armadas adoptaron un papel relativamente neutral en la política, aunque la pertenencia de su jerarquía a la coalición de poder quedó simbolizada en el hecho de que hasta 1967 los sucesivos presidentes del partido oficial provinieron del generalato y en la existencia de bancadas militares, si bien reducidas, tanto en la Cámara de Diputados como en el Senado. Gobernadores de estados, legisladores, presidentes del PRI, pero no presidentes de la república. También notable capacidad para negociar las protecciones particulares del poder estatal con grupos de interés no siempre legales.

El estudio necesario debería abordar el papel que durante décadas –al menos entre 1946 y 1973– jugó el ejército en la administración relativamente pacífica del mercado clandestino de las drogas, entonces restringido a la amapola y la mariguana. También debería explicarnos cómo cambió ese papel a partir de la presiones del gobierno de Nixon, después de su declaratoria de guerra contra las drogas, para que se comenzara a perseguir militarmente el tráfico de psicotrópicos, en buena medida como estrategia para el despliegue militar en los tiempos en los que la obsesión de la diplomacia de Kissinger era el control de la subversión comunista.

Es posible conjeturar que el énfasis puesto en el control del tráfico de drogas ilegales en países como Colombia o México, donde no hubo golpes militares para controlar directamente al Estado, haya estado en realidad motivado por razones de carácter político y que el despliegue territorial de los ejércitos a los que la política exterior de los Estados Unidos forzó a estos países en nombre de la guerra contra las drogas haya sido un subterfugio para contener reales o imaginarias amenazas guerrilleras. El hipotético estudio que se nos debe tendría también que documentar el impacto que sobre los derechos humanos tuvo esta estrategia, que en el caso de México pronto se convirtió en la base de la guerra sucia de exterminio de los rebeldes de la época.

Desde luego la dificultad mayor para documentar estos hechos radica en la opacidad de toda la información relativa a la actuación de las fuerzas armadas. Durante la época clásica del régimen del PRI un manto de silencio protegió el actuar de la milicia en México. La crítica al ejército era uno de los tabúes infranqueables de las reglas no escritas de límites a la prensa, a la par de la figura presidencial. Ni los exceso de fuerza ni los negocios de los generales podían ser siquiera insinuados. A la vez, los militares mostraron discreción en sus actos de depredación y procuraron no ser muy notorios, con excepción de dos o tres actuaciones concretas en las que el ejecutivo echó mano de los soldados para actos de represión ¬–contra los ferrocarrileros en 1960, contra Rubén Jaramillo en 1963, contra los estudiantes en 1968– hasta el despliegue de la Operación Cóndor en los tiempos de Echeverría y la persecución a las guerrillas en esos mismos años.

Después de nuevo el actuar del ejército recuperó la discreción y el bajo perfil, dedicados a sus negocios de siempre y a intervenir con ayuda y protección civil durante los desastres naturales. Fueron años en los que las fuerzas armadas acumularon prestigio y legitimidad social y se borró relativamente la memoria de su papel represivo de los movimientos sociales de los años previos. Incluso su papel en la guerra contra las drogas quedó limitado a las labores de erradicación de cultivos y a alguna intervención concreta. Así hasta que Calderón regresó a los militares al terreno y les otorgó el papel central en su guerra contra las drogas y el crimen organizado.

A partir de entonces, el despliegue de las fuerzas armadas ha adquirido una proporciones desconocidas desde los tiempos previos a la pacificación del país con la creación del PNR. De los altos índices de letalidad de la actuación militar en estos años sí contamos con evidencia documental, gracias a trabajos como los de Catalina Pérez Correa, Rodrigo Gutiérrez y Carlos Silva Forné. Los hechos de Tlatlaya fueron documentados por la prensa internacional e investigados por la Comisión Nacional de los Derechos humanos como el caso más conspicuo de la estrategia de limpieza social que ha imperado en la actuación militar en esta guerra.

Ante la crítica a sus actos, las fuerzas armadas han decidido reclamara sus fueros, como la casta militar del siglo XIX y han sometido a los políticos par que legislen a su favor, a la Procuraduría General de Justicia para que no proceda contra ellos –como en la escandalosa exoneración de los implicados en la matanza de Tlatlaya, debida a que la procuraduría no presentó pruebas que permitieran al juez la condena, lo que hace evidente la necesidad de una fiscalía autónoma, no politizada, sin lealtades con el poder público– y a los tribunales para que queden impunes las atrocidades cometidas.

Los políticos de todos los partidos, dóciles, se avinieron a legislar para proteger la arbitrariedad militar. El reciente caso del Código de Justicia Militar es una prueba fehaciente: sanciona la discrecionalidad de la actuación de la justicia militar para allanar incluso dependencias públicas en casos en los que esté involucrado un militar y le da facultades a sus agentes ministeriales incluso para el levantamiento de cadáveres sin intervención de la autoridad civil. Es tan escandalosa la reforma que hasta la Oficina del Alto Comisionado de la Naciones Unidas para los Derechos Humanos manifestó a los legisladores y a las autoridades mexicanas su preocupación por aspectos sustantivos del nuevo Código. Calderón sacó al ejército a la calle, a ver quién lo puede contener de nuevo.