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El debate público

El esperpento catalán

 

 

 

 

 

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

05/10/2017

Para María Amparo Casar, Ricardo Raphael y Leonardo Curzio,
con mi solidaridad y reconocimiento.

Escribo entre el desconcierto y la tristeza. España es, sin duda, el país en el que más afectos tengo después de México. Vivía ahí más de un lustro y ahí formé buena parte de mis conocimientos sobre la política, tanto en la teoría como en la observación cotidiana de una entonces novedosa y pujante democracia. Llegué a estudiar en Madrid al Centro de Estudios Constitucionales, en 1988, precisamente cuando se cumplían diez años del referéndum que ratificó la Constitución de 1978, expresión de uno de los acuerdos políticos más notables de la segunda mitad del siglo XX.

Uno de los cursos que tomé en el CEC de aquellos años, hoy convertido en Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, fue sobre el desarrollo constitucional en los relativo al Estado de las autonomías, esa peculiar forma de federalismo que no se atrevía a decir su nombre. La división territorial en comunidades autónomas, que se derivó de la Constitución de 1978, parecía una buena forma de resolver la tensión entre el empecinamiento centralista de la derecha franquista –aquella que unos años antes gritaba a voz en cuello en la Plaza de Oriente “España una, grande y libre” a los pies del dictador– y los justos reclamos de autogobierno y respeto a sus señas de identidad lingüística y cultural de las llamadas “comunidades históricas” –Cataluña, el País Vasco y Galicia–, que durante el franquismo habían vivido el intento de homogenización aplastante del nacional–catolicismo.

A diez años de su puesta en marcha, primero con los estatutos de autonomía de las comunidades históricas, con un fundamento constitucional específico que se extendió a Andalucía, y después con el surgimiento de las demás comunidades con base en otro artículo de la misma Constitución, el estado de las autonomías parecía todo un éxito, ensombrecido sin embargo por el radicalismo criminal de ETA, que asesinaba a mansalva en nombre de la independencia de Euskadi. A pesar del terrorismo fanático, en 1988 el futuro se miraba con optimismo y España parecía florecer como una democracia moderna que se reconocía cultural y lingüísticamente plural y precisamente gracias a esa diversidad se pensaba fuerte y rica.

Nada entonces permitía vislumbrar un futuro de reivindicaciones identitarias excluyentes, pues ETA era concebido por la mayoría de los españoles, ya fueran catalanes, andaluces, valencianos, aragoneses o de cualquier otra región, como una excrecencia del franquismo que injustamente había heredado la España nueva y democrática. Incluso en el País Vasco, desgarrado por la violencia, los radicales eran minoría y la mayor parte de los grupos nacionalistas no eran separatistas.

En febrero de 1989 fui por primera vez a Barcelona. Fue el primero de varios viajes que hice a Cataluña hasta mi regreso a México en 1995. Entonces la ciudad todavía no experimentaba la gran transformación impulsada por los Juegos Olímpicos de 1992 y vivía, paradójicamente, de espaldas al mar, a pesar de deberle su esplendor medioeval a su carácter de puerto comercial mediterráneo. Conocí una ciudad plural, bilingüe, con una población en la que se mezclaban españoles de todas las regiones con los catalanes de largo arraigo. El alcalde era el socialista Pasquall Maragall, nada cercano entonces al nacionalismo excluyente –era autor del libro Una propuesta catalana para la España plural– y, si bien el gobierno de la Generalitat estaba en manos del taimado Jordi Pujol, nacionalista no independentista, conservador católico de derechas, el Partido de los Socialistas de Cataluña, federado el Partido Obrero Español, era la segunda fuerza más votada.

En mis vueltas posteriores conocí la Cataluña rural y la de las ciudades medias, como Gerona y Figueras. Conviví con catalanes de diverso origen y, a pesar de que conocí algún ultramontano catalanista y antiespañol, en general en aquellos primeros años de la última década del siglo pasado parecía que la autonomía amplia, con protección a la lengua y la cultura y con pleno autogobierno, había logrado una avenencia adecuada de la región con el resto de las comunidades españolas y con el gobierno central. Año con año, en la discusión presupuestal, Pujol y su partido, con relevante presencia en las Cortes españolas, se jugaban un pulso con el gobierno de Felipe González con el discurso demagógico de lo mucho que Cataluña le aportaba de impuestos al resto de España, base del reciente “España nos roba” con el que los nacionalistas han azuzado a los catalanes para exacerbar el sentimiento pro independencia, pero entonces las aguas volvía rápidamente a su cauce.

Desde luego conocí en Madrid y en otras ciudades a nacionalistas españoles rancios, que lanzaban denuestos contra los catalanes y su orgullo por la diferencia, pero la mayoría de mis contemporáneos aspiraban no al nacionalismo aldeano, de tufo franquista, sino a la apertura a Europa. Se querían y se sentían europeos y sus señas de cultura local eran percibidas por casi todos como afectos de origen, no como definidores de una identidad excluyente.

¿Qué pasó de entonces para acá? Sin duda, la gran crisis económica mundial que estalló en 2008 y retumbó de manera especialmente grave en España, con la consiguiente caída en el bienestar y los niveles de vida logrados a partir del ingreso a la Comunidad Europea en 1986. La política de austeridad recetada por el FMI y la Unión Europea fue aplicada a rajatabla por el gobierno central español –primero por el socialista Rodríguez Zapatero y después por el conservador Rajoy– pero el gobierno conservador nacionalista catalán de Artur Mas puso especial celo en aplicar los recortes al gasto, con el consiguiente efecto en los servicios sociales y la infraestructura. Cataluña vivió una auténtica insurrección social y el mañoso Mas, digno discípulo del corrupto Pujol, apostó por echarle la culpa de sus políticas a España, como si de una fuerza ajena se tratara. El actual independentismo catalán abreva de las mismas fuentes que el nacionalismo que condujo al Brexit y que el Frente Nacional francés. Es una respuesta reaccionaria a los efectos de la crisis, por más que uno de sus principales impulsores sea una pretendida izquierda republicana y otro sea una fuerza anticapitalista ultra, anti europea y antiglobalización.

Desde luego, la torpeza de los conservadores del Partido Popular le ha echado gasolina al fuego y ha avivado el incendio. Primero, con su militancia contra el estatuto de autonomía aprobado en referendo por los catalanes en 2006, con el pretexto de que reconocía a la nación catalana, mientras que para ellos España sigue siendo la una de Franco, y después con la inacción hostil del gobierno de Mariano Rajoy frente a los embates de la demagogia nacionalista. El nacional–catolicismo redivivo entre muchos de los políticos populares hizo su parte para producir el choque de trenes. Una desgracia más de la política en manos de demagogos. Y, como ha sido tradición en la historia española, un esperpento con sus rasgos grotescos que puede, si no impera la cordura, acabar nuevamente a garrotazos.