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El debate público

El halo

José Woldenberg

Reforma

26/03/2015

Un halo de cansancio y malestar acompaña al proceso electoral. Un sentimiento de hartazgo y lejanía en relación a las precampañas se reproduce con fuerza. Como si el expediente estuviera agotado, como si no fuera significativo. No se trata del único resorte en el escenario, en México conviven muchos microclimas anímicos. Pero entre no pocas franjas parece existir un anillo de fastidio con la política, los políticos y los instrumentos que hacen posible a la democracia (partidos, congresos, gobiernos), que es reproducido y ampliado por los medios. Estos últimos son eco y altavoz de ese mal humor social.

(Habría, sin embargo, que abrir un paréntesis. El desencanto existe, está presente y parece ser expansivo; pero México son muchos Méxicos y solemos confundir el estado de ánimo -digamos- del DF con lo que sucede en el resto de la República y creer que lo que aparece en los medios es un termómetro fiel de los humores públicos, y no es así).

Se trata de un cambio importante. De una ruptura significativa. Durante un largo periodo las elecciones despertaron no solo entusiasmo, participación y tensión dramática, sino auténtica esperanza. De 1979 (primeras elecciones después de la reforma política) hasta 2012 (con el muy claro llamado de atención de 2009, en el que académicos y periodistas relevantes convocaron a anular el voto), los comicios fueron vistos como una llave para cambios significativos. Y lo fueron.

El mundo de la representación plural, los pesos y contrapesos que hoy existen en el entramado estatal, los fenómenos de alternancia en todos los niveles de gobierno y sígale usted, fueron propiciados por un sistema de partidos cada vez más equilibrado y unas elecciones cada vez más competidas. No obstante, las elecciones son una llave que abre unas puertas pero no otras. No son un sombrero de mago.

Quizá hoy los resortes más aceitados del malestar tengan que ver con los fenómenos de corrupción e impunidad que se documentan casi todos los días y con la crisis de derechos humanos alimentada por algo más que excesos en el comportamiento de las llamadas fuerzas del orden. Es un cocktail inadmisible y disruptivo que lleva a muchos, de manera errónea, a considerar a todas las ofertas políticas como una sola y la misma «cosa». Como si los diez partidos y sus candidatos que ahora aparecen en la boleta (y súmele a los independientes) fueran idénticos.

El hecho de que estemos ante elecciones federales intermedias, en las que se elige solamente a la Cámara de Diputados y no al presidente de la República, es otro ingrediente del déficit de intensidad dramática. Parece que no son pocos los que siguen pensando que la del Ejecutivo es la única elección significativa, fruto de las largas décadas de presidencialismo omniabarcante y de que en efecto el Presidente sigue teniendo un papel central en el entramado de la política.

No obstante, quizá la causa más profunda del desánimo electoral se encuentre en el aparente vaciamiento de las rutinas comiciales que no puede ser llenado por el torrente de spots emparentado con la propaganda comercial. Esa simplificación del mensaje político, esa reiteración cancina de slogans y sonrisas, musiquita y clichés, difícilmente ayuda a dotar de sentido a las campañas y las convierte en un ritual descafeinado.

En el escenario además existe una poderosa y pertinente agenda liberal que merece ser desahogada. Los temas de transparencia, vigencia de los derechos humanos, impartición de justicia, combate a la impunidad, y tantos otros, deben sin duda ser atendidos y resueltos. Pero en un país como México, modelado por oceánicas desigualdades sociales y con franjas de pobres mayúsculas, se extraña (¿o la extraño yo?) y debería ser convergente con la anterior, una agenda social-demócrata capaz de poner en el centro de la atención pública los problemas del empleo, los salarios, la informalidad, el no crecimiento de la economía, los rezagos sociales y súmele usted. Es decir, de las fracturas sociales que hacen que México no sea un país sino muchos, no una sociedad integrada sino una colectividad profundamente desmembrada y por ello mismo cargada de tensiones.

Al final y por fortuna, entre nosotros no existe otro expediente legitimado más que el electoral para arribar a los cargos de gobierno y legislativos. Y toca a los partidos y los candidatos en primer lugar, pero también a las organizaciones sociales y civiles, a los medios de comunicación y a las redes, intentar recargar de sentido al rito electoral.