Esta convicción de Díaz de que era mejor tolerar la desobediencia a las leyes laicas que provocar conflictos y violencia por hacerlas cumplir a rajatabla fue revivida por los gobiernos posrevolucionarios, después de que el intento de legislar los cultos religiosos de acuerdo con la Constitución de 1917 provocó la rebelión cristera de 1925–1929. Para lograr la paz, se estableció un arreglo informal en el cual la legislación laica, en algunos sentidos excesiva, se mantenía, pero, como muchas otras leyes, no se cumplía, en la mejor tradición de la simulación nacional. Nació, así, un laicismo enclenque.

La prohibición para que existiera educación primaria y secundaria impartida por grupos religiosos se convirtió en papel mojado y se creó una ficción aceptada: los colegios confesionales adoptaron nombres seculares. El de los jesuitas se llamóPatria y no San Ignacio; el de las teresianas, La Florida, el de los Lasallistas,Simón Bolívar, etc. Los inspectores se hacían de la vista gorda y cuando llegaban a sus visitas, salían de los pupitres unos libros de texto supuestamente obligatorios inmaculados por su falta de uso.

El libro de texto gratuito y obligtorio puede tener el defecto de limitar la creatividad de los docentes, además de nutrir una visión del desarrollo histórico de México construida para fomentar la lealtad al régimen del PRI, pero fue desde su aparición en 1960 una garantía para frenar los embates confesionales, al menos en las escuelas públicas. Por supuesto, desde que se estableció su obligatoriedad, la Unión Nacional de Padres de Familia, organización creada y sostenida por la curia católica, ha emprendido recurrentes campañas en su contra. La actual, encabezada airadamente por la filial de la Unión en Nuevo León, se ha enfocado en los contenidos de educación sexual de los textos recientes. Cual inquisidores, claman por echar los libros a la hoguera, o al menos por mutilarlos. Y no han faltado los diputados del PAN que han salido en su apoyo.

La campaña en contra de la educación sexual en los textos parece ahora limitada a Nuevo León y no tiene visos de extenderse por el país –como cuando en 1934 las protestas católicas contra la educación sexual provocaron la renuncia de Narciso Bassols como secretario de Educación Pública e hicieron que desaparecieran esos contenidos de los programas oficiales durante cuatro décadas–, sin embargo no se debe desdeñar la amenaza, pues el clericalismo ha penetrado en México a la política en todos los partidos. El conservadurismo en política de drogas es un ejemplo conspicuo; la reforma constitucional en curso en Veracruz para establecer la inconstitucionalidad del aborto es otra muestra de cómo la iglesia católica quiere imponer sus estrechos criterios morales a través de la legislación; también la abierta intromisión del clero en la política ha sido obvia en casos como la reciente elección en Aguascalientes, ahora pendiente de resolución judicial. La debilidad del laicismo en la vida pública del país puede abrir las puertas a un repunte del integrismo que hoy esconde la cabeza. La defensa del Estado laico debe volver al centro del debate nacional, sin histerias jacobinas, pero sí con el objetivo claro de hacer prevalecer la neutralidad religiosa de la política y la elaboración de políticas con base en la evidencia y no en prejuicios particulares.