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El debate público

El laicismo derrotado

 

 

 

Jorge Javier Romero

Sin Embargo

05/04/2018

 

Leo en El País un artículo de mi profesor Manuel Alcántara sobre la religión en la política latinoamericana y siento grima por México. Si bien en toda la región el peso de la iglesia católica sigue siendo ingente, ha habido un retroceso de su influencia política ya sea gracias al avance del laicismo o, en los casos de los países centroamericanos y Brasil, debido al crecimiento enorme que han tenido en las últimas décadas las iglesias evangélicas, abiertamente militantes y con presencia en la mayor parte de los países con partidos o candidaturas. En Costa Rica acaba de ser derrotado en la segunda vuelta el candidato evangelista que pregonaba la homofobia más cerril.

La participación religiosa en la política de toda Latinoamérica ha sido constante y ha evitado el avance de los derechos de las mujeres y de las comunidades de la diversidad sexual, al tiempo que ha ayudado a sostener políticas públicas tan evidentemente fallidas como la prohibición de las drogas y ha impactado negativamente en la educación. En El Salvador, por ejemplo, ha impedido que incluso los gobiernos de izquierda puedan atemperar la prohibición absoluta del aborto, que ha llevado a muchas mujeres a la cárcel.

La política mexicana pareció durante muchas décadas la más laica de todo el subcontinente. La contención de la intervención de la iglesia en los asuntos públicos fue una de las causas centrales de los constituyentes de 1917 y los gobiernos de las primeras dos décadas del régimen posrevolucionario llegaron incluso al exceso en su intención de construir un Estado claramente separado de cualquier influencia religiosa. La iglesia católica propició una rebelión armada y fue derrotada, aunque finalmente pactó su desobediencia de la ley; de cualquier manera, durante la época clásica del régimen del PRI su influencia en la política y en la legislación fue limitada.

¿Qué pasó entonces? Veo los datos que publica Alcántara, sacados del barómetro sobre América de la Universidad de Vanderbilt, y encuentro el reflejo de un gran fracaso. México es uno de los cinco países latinoamericanos con mayor porcentaje de población que se declara católica, pues el 72.3 % de los mexicanos se considera creyente de esa fe. Sin duda ha habido una disminución respecto a los datos reflejados en los censos de décadas pasada y desde luego que ha avanzado en algo la secularización, pero también, como en la mayoría de los países con los que compartimos trayectoria institucional, buena parte del terreno perdido por el catolicismo lo ha ganado el evangelismo de diverso tipo.

Pero que el país siga siendo abrumadoramente católico o que crezcan otras confesiones no es el asunto que me interesa. La libertad religiosa es una de las piedras fundamentales de una democracia. Lo que me sorprende para mal es que, según una encuesta realizada por investigadores de la Universidad de Salamanca, los políticos mexicanos son mucho más religiosos que el promedio de la sociedad: más del 75% de los legisladores mexicanos se considera católico y el 45% de ellos declara que asiste cotidianamente a los servicios religiosos. Por cierto, el único país donde la mayoría de la población y de sus legisladores se declara no religiosa es Uruguay.

La fuerte presencia de creyentes practicantes en el congreso mexicano es reflejo de la eficaz estrategia de la iglesia católica y, más recientemente, de los grupos evangélicos, para vencer el cerco legal del laicismo constitucional y llevar sus posturas a las leyes y las políticas públicas. Durante décadas, la iglesia buscó penetrar las redes del partido hegemónico por medio de sus organizaciones intermedias, como el Movimiento Familiar Cristiano o similares y lo logró exitosamente. El PAN siempre tuvo una fuerte presencia católica, al grado de que esa era una de sus principales señas de identidad, pero en la izquierda y en buena parte del propio PRI subsistieron los valores del laicismo como elementos centrales para la construcción de la convivencia de la diversidad social y como fuente de una legislación basada en la evidencia y no en los prejuicios.
En esta campaña hemos visto la irrupción abierta de la religiosidad en la política. Uno tras otro, los candidatos hacen exhibición de su piedad, cuando no de su beatería, como Mikel Arriola, el aspirante nacido para perder del PRI al gobierno de la Ciudad de México. Entre los presidenciales, Margarita Zavala, Meade y López Obrador han usado las creencias religiosas como bandera; paradójicamente, ha sido el candidato del PAN el que menos alarde ha hecho de su fe, aunque es evidente el peso católico en su coalición, lo que lastra sus pretensiones de liberalismo. López Obrador le ha dado alas al pequeño partido evangélico y lo ha hecho socio relevante de su coalición electoral.

El hecho es que buena parte de la agenda laica que debería estar hoy en el centro de la discusión nacional, por su relevancia para la vida de toda la sociedad mexicana en su enorme diversidad, ha quedado relegada de las plataformas electorales y casi ha sido eliminada del debate como si de temas secundarios se tratara. Nadie se plantea en esta campaña abrir el debate sobre el derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo y su maternidad más allá de lo logrado hace una década en la Ciudad de México. Ningún candidato defiende a las personas homosexuales que hoy tienen que tramitar y pagar amparos para poder ejercer su derecho constitucional al matrimonio. De la necesidad de acabar con la prohibición de las drogas para frenar la guerra, garantizar de mejor manera el derecho a la salud y permitir el libre desarrollo de la personalidad de los consumidores de sustancias mejor ni hablemos.

Tengo para mi que este retroceso del laicismo será temporal, pues a pesar de todo el avance de la secularización de la sociedad será imparable, pero por ahora lo que impera en mi ánimo es una sensación de derrota.