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El debate público

El liberalismo y los seudoliberales

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

12/02/2018

 

El liberalismo, como puntal de la modernidad, es la afirmación de la libertad y los derechos de las personas en contra de las arbitrariedades del poder político. Liberalismo es compromiso con la igualdad y, de esa manera, reconocimiento de la diversidad inherente a una sociedad repleta de contrastes. Si todos tenemos los mismos derechos, es preciso insistir para que se cumplan.

Liberalismo y pluralismo son complementarios. Para el liberal, la variedad de intereses, aspiraciones y puntos de vista no es aspiración sino punto de partida. Allí se encuentra el contexto en el que la tolerancia y la búsqueda de entendimientos son el cemento de la convivencia y la vida pública. El liberalismo es antitético con el pensamiento único.

Las diferencias en una sociedad plural no pueden resolverse, o al menos precisarse, sino con el diálogo. Los asuntos públicos, en vista de esa diversidad, tienen que estar sometidos a la conciliación política. Admitir a los otros, con opiniones distintas a las nuestras, es condición de la política democrática.

El liberalismo desafía al autoritarismo y a toda forma de concentración de poder. Frente a ella, propone diques y contrapesos capaces de propiciar la igualdad y/o la democracia. En el siglo XIX el liberalismo en México –aunque no sólo aquí– rechazó la monarquía y los privilegios corporativos. En el XX, le puso límites al presidencialismo totémico, creó cauces para que se expresaran e influyeran las minorías políticas y auspició una incompleta pero indispensable política social. En el siglo XXI, el liberalismo político apuesta por el fortalecimiento de la sociedad frente al acaparamiento de poderes del viejo autoritarismo; en otros terrenos el liberalismo reconoce los derechos de los individuos, entre ellos el derecho al bienestar.

El liberalismo, en tal sentido, es equidistante a la acumulación del poder. Es contrario al caciquismo, al caudillismo, al providencialismo. El viejo sistema político que centralizaba decisiones en la casa presidencial, los líderes que trafican con el interés de sus representados, los métodos clientelares que suplantan la persuasión por la manipulación y desde luego la creencia de que un iluminado, por bienintencionado y apreciado que sea, puede reivindicar a la sociedad, son absolutamente contrarios al liberalismo. La sociedad no necesita que la rediman sino que la respeten y representen.

Liberalismo no es la abrogación del Estado pero tampoco su intervención desproporcionada. El Estado es necesario para organizar y moderar al mercado y para garantizar que las personas se respeten unas a otras. Es decir, para que todos podamos ejercer nuestras libertades sin más limitación que los derechos de los otros.

El liberalismo es contradictorio con los monopolios. El acaparamiento de un servicio, o de una actividad, menoscaba derechos. Para evitarlo, se requiere la intervención estatal. El liberalismo desaprueba al Estado acaparador, lo mismo que la ausencia o la debilidad del Estado. El liberalismo no basta, o requiere de una orientación expresamente social para atender la carencia más grave de nuestras sociedades que es la desigualdad.

El liberalismo defiende las libertades en cualquier sitio. No somos libres si no lo son nuestros vecinos. Por eso es solidario con los esfuerzos de otros pueblos para sacudirse dictaduras y antidemocracias.

El respeto a las decisiones de las personas, a las creencias y a las ideas, el derecho a votar por quienes queramos y a participar en los asuntos públicos, son claves en el pensamiento liberal. También lo son, hoy en día, el derecho de cada individuo a decidir en asuntos de su vida privada como la facultad de ejercer y manifestar la condición sexual que cada quien quiera, el derecho al matrimonio independientemente de esa condición, los derechos al aborto y a la eutanasia, entre otros.

La libertad de expresión es piedra de toque del pensamiento liberal. La posibilidad de decir depende de la capacidad para saber, comprender y deliberar. La libertad de expresión, en la sociedad contemporánea, no tiene sentido si no es venero de la conversación pública.

   Es muy pertinente que se haya manifestado una suerte de disputa por el liberalismo, aunque esté tan cargada de inconsecuencias como se ha podido apreciar en los días recientes. Cuando un candidato presidencial cree que enfrenta a sus críticos diciéndoles, además de otros enjundiosos adjetivos, que son “conservadores con apariencia de liberales”, trae a la discusión pública esos términos pero también la congruencia de cada quien con ellos.

Sólo con una inquietante desmemoria histórica, o con demasiada demagogia, se puede reclamar liberal quien abomina de la diversidad de ideas y quiere atajarla con mofas y etiquetas. No es liberal el que considera que no hay más ruta que la suya, o que intenta imponer sus soliloquios para complacencia de su claque. La pretensión de restaurar el autoritarismo presidencial; la concentración del mando político en una sola persona —por ahora, al menos, en un partido—; la posibilidad de un gobierno sin brújula programática y sometido a ocurrencias y animosidades de un individuo, son completamente opuestos al pensamiento liberal.

La condescendencia con la intervención en asuntos públicos y, más aún, la decisión para apoyarse en corporaciones religiosas, contraviene los principios más elementales que el liberalismo ha sostenido desde el siglo XIX.

   La alianza con segmentos del sistema político autoritario, como los personeros del sindicalismo antidemocrático y antirreformista beneficiados ahora con la promesa de una amnistía política, es contraria a los empeños por las libertades y contra el corporativismo estatal que se extendieron en el siglo XX.

La ausencia de compromisos con los derechos reproductivos de las mujeres, la intencional indefinición respecto de las minorías sexuales y la ignorancia o el silencio respecto a los derechos humanos de última generación, se encuentran en las antípodas del liberalismo imprescindible en el siglo XXI.

Los seudoliberales se ufanan de un liberalismo que no resiste la prueba de los hechos y pretenden, o suponen, que la retórica puede reemplazar a la realidad.

Esas carencias las padecen varios de los candidatos presidenciales, quizá todos. Pero uno de ellos miente cuando se ufana “yo soy liberal”. No es cierto. Andrés Manuel López Obrador es, si acaso, seudoliberal. Pero sobre todo es un candidato profundamente conservador.

ALACENA. José Sarukhán, Desde el sexto piso

En junio de 1992 el rector de la UNAM, José Sarukhán, consideró la posibilidad de renunciar cuando el gobierno del presidente Carlos Salinas se opuso a su propuesta para incrementar las cuotas en esa institución. El Rector había construido un amplio consenso dentro y fuera de la Universidad para establecer cuotas de acuerdo con las capacidades de cada familia. Sin embargo en una reunión en Los Pinos el entonces jefe del Departamento del Distrito Federal, Manuel Camacho, aseguró que si se aprobaban las cuotas habría problemas en la UNAM. Esa versión condujo al presidente Salinas a considerar que la situación en la Universidad podría afectar procesos electorales como el que habría en Michoacán. El Rector tuvo que retirar su propuesta. Fue la decisión “más difícil y dolorosa de los ocho años de mi rectorado”, explica el doctor Sarukhán en su libro Desde el sexto piso que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica.

En esas memorias, Sarukhán describe con abundantes datos las tensiones entre las inercias de esa enorme institución educativa y su proyecto para “academizar” la Universidad. Entre 1988 y 1996 las reformas en la UNAM no fueron pocas: reorganización de posgrados y creación de consejos académicos de área, revisión de planes de estudio y mejores condiciones para el trabajo escolar, mayor eficiencia terminal en todos los niveles de enseñanza, becas para alumnos e incrementos sustanciales en las remuneraciones del personal académico de carrera, nuevas instalaciones en diversos sitios del país, el Museo de las Ciencias, entre muchos otros cambios.

Sarukhán y sus colaboradores más cercanos enfrentaron retos como la realización del Congreso Universitario en mayo de 1990, que era un compromiso que dejó la administración anterior. En Desde el sexto piso se relatan momentos como la insistencia del exrector
Guillermo Soberón, en 1992, para convencer a Sarukhán de que no se postulara a la reelección.

José Sarukhán sigue contribuyendo al desarrollo del país como coordinador de la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, así que tendrá mucho que decir en un siguiente libro autobiográfico. Desde el sexto piso es una contribución inestimable para entender a la Universidad y al país.