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El debate público

El monólogo sordo

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

03/09/2015

El tedio del informe, plagado de autocomplacencia, no tendrá un efecto balsámico sobre el descrédito y la sensación de impotencia que ha generado este gobierno en los dos últimos años, después de un arranque prometedor. Las mentadas reformas estructurales, pregonadas como la salvación de la patria, parecen haber encallado, ya sea por leyes secundarias diseñadas para que los cambios no lo fueran tanto o por las tormentosas circunstancias de la economía internacional en las que la prosperidad anunciada está a punto de naufragar. Ni la fortuna ni la virtud han acompañado a Peña Nieto, que llega a la mitad de su mandato con miras a terminar como uno más de la serie de gobiernos fallidos que ha tenido México en lo que va del siglo.

Estoy convencido que el acuerdo político con el que empezó este gobierno estuvo fuera de foco. Es verdad que logró dar pasos importantes para transformar el arreglo corporativo prevaleciente en la educación y para la eliminación de las barreras de protección monopolística en las telecomunicaciones y en el ámbito energético, pero omitió el prerrequisito básico para la generación de certidumbre de largo plazo en una sociedad compleja: la solidez de un marco institucional despersonalizado, con reglas del juego claras y parejas y con acceso abierto a la justicia, sin protecciones particulares y sin privilegios de ningún tipo. Mientras en México la ley y las protecciones estatales sean materia de negociación o de intercambio clientelista, no habrá reforma que funcione, pues la ley seguirá siendo una mera mercancía en manos de los políticos, que suelen usarla para acabar con las miserias propias antes que con los males de la patria.

Sin embargo, el presidente repite machaconamente las virtudes de sus reformas. La cantidad de los cambios constitucionales se convierte en una virtud en sí misma: México es el campeón de la OCDE en reformas aprobadas, aunque siga siendo el país del club que peores resultados sigue dando en educación, el más desigual, el que tiene los salarios relativos más bajos, el más corrupto según la percepción de su población y el más violento e inseguro.

Ante el país desfigurado diagnosticado en el documento publicado por el IETD hace unas semanas, el presidente voltea hacia otro lado; en su recuento la desigualdad parece una escenografía costumbrista y no la tremenda tragedia que significa la pobreza pertinaz, mal endémico de una sociedad excluyente, que condena a la marginación a más de la mitad de su población, al tiempo que permite acumulaciones faraónicas de riqueza. El país de los privilegios, la venta de protecciones particulares y el reparto clientelista de migajas de rentas estatales se traduce para más de la mitad de la población en unas condiciones de vida deplorables, sin mecanismos eficaces para revertirlas. Casi treinta millones de mexicanos no tienen más horizonte que vivir de la derrama precaria de los programas sociales, muy lejos de los supuestos beneficios de las grandes reformas.

 El Estado clientelista deforma todo el sistema de incentivos de la sociedad. El principio motor de la reforma educativa —que supone el ingreso y la promoción de los profesores a través de concursos, para que sean los méritos profesionales y no la disciplina y la lealtad sindical los atributos que el arreglo premie— está lejos de extenderse a todos los ámbitos del servicio público, donde sigue siendo más relevante tener conocidos que conocimientos, pues todas las administraciones públicas permanecen como cotos de reparto del botín público entre amigos y validos. El empleo público se distribuye discrecionalmente en cascada desde la presidencia de la república entre los leales, no entre los capaces, y el modelo se reproduce en cada estado del país. Los mecanismos de reparto político de las parcelas de renta estatales no han sido alcanzados por las grandes reformas: ahí sí, que no se mueva México.

El daño que ese arreglo arcaico causa a la sociedad es ingente, pues no sólo tiene consecuencias distributivas que reproducen la desigualdad brutal, favorecen el enriquecimiento ilegitimo de los políticos gracias a la venta de protecciones particulares y fomentan la dependencia de los más débiles al poder, sino además desalienta al estudio, la formación y el esfuerzo basado en el mérito, pues esas no son virtudes que el arreglo social mexicano premie. ¿Cómo se les puede pedir a los maestros que confíen en el sistema de ingreso y promoción basado en la evaluación si los burócratas encargados de aplicarla han sido nombrados a dedo por su afinidad o su docilidad con el jefe? ¿Cómo va a creer alguien en la eficiencia de la policía o en el recto juicio de un juez si sabe que se trata de funcionarios que le deben su puesto a una lealtad y no a sus capacidades y que su permanencia en el cargo depende de su disciplina con su patrón político y no de sus resultados? Sin un cambio de fondo en el sistema de incentivos de los funcionarios del Estado, de manera que su horizonte profesional de largo plazo esté dado por la evaluación clara de su desempeño y la especialización en sus funciones, no habrá sistema anticorrupción que funcione.

También la seguridad, ese servicio básico que el Estado mexicano presta tan mal, parece un problema anecdótico en el discurso presidencial. No hay en el recuento de Peña una consideración seria del gran problema estructural que que carcome la convivencia nacional. La descomposición de los mecanismos tradicionales de coordinación para reducir la violencia, basados en la administración local de la venta de protecciones estatales, se ha enfrentado con arbitrariedad y con una lógica bélica —como bien ha criticado el nuevo comisionado nacional de seguridad, Renato Sales— y no con la aplicación de la ley, el respeto a los derechos humanos y el fortalecimiento de la justicia. Sin embargo, el presidente elude la crítica y repite la fórmula de los antiguos presidente priístas de dedicarle unas líneas al inenarrable patriotismo de las fuerzas armadas; en el mundo ideal de Peña no han existido ni las ejecuciones extrajudicales, ni las torturas señaladas por los organismos internacionales ni las desapariciones forzadas de personas.

Los pasos dados en la reforma judicial no han sido acompañados de mayor transparencia en la actuación de las fuerzas de seguridad del Estado, ni de mecanismos de evaluación claros, tanto internos como sociales, que permitan medir si los objetivos de las políticas de seguridad han sido realmente alcanzados. El Pacto por la Justicia puede quedar en mero enunciado retórico si no se traduce en medidas que hagan real y efectiva la igualdad ante la ley. Mientras el sistema judicial sea sólo accesible para las élites y la mayor parte de la población siga excluida o sometida a reglamentaciones tortuosas que propician el abuso y la corrupción, la desigualdad se seguirá reproduciendo sin remedio.

Rodeado por su claque, abrumadoramente masculina a pesar de las loas a los avances en la paridad alcanzados en la representación legislativa, el presidente repitió los modos y los temas del antiguo régimen: un listado de obras más propias de un alcalde de pueblo que de un jefe de Estado y unas fórmulas retóricas reminiscentes de los tiempos de Echeverría o de López Portillo, rematadas por un nuevo decálogo de intenciones. Un monólogo gastado, en lugar de un debate de fondo sobre el estado de la Nación.