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El debate público

El nivel del debate

 

 

 

 

 

José Woldenberg

Reforma

23/11/2017

 

Primero el ingenuo pero necesario deber ser. Las campañas electorales deberían ser una oportunidad para reconocer nuestros problemas, para documentarlos, estudiarlos, exponerlos y presentar soluciones. Un momento estelar de autoconocimiento, para observar la profundidad de rezagos, obstáculos, rutinas inservibles. No hay tema que no merezca atención. Desde los procesos de urbanización depredadores hasta las profundas desigualdades sociales que marcan nuestra tirante coexistencia, desde el cambio climático y su impacto en nuestros ecosistemas hasta el famélico crecimiento económico que nubla el horizonte a millones de jóvenes (y no solo a ellos), pasando, por supuesto, por la corrupción, la violencia, la inseguridad y agregue usted lo que quiera. Un capítulo reflexivo, de agudo debate, de autoexploración. Porque la complejidad de nuestros retos no soporta ni las varitas mágicas ni los sombreros de mago ni los exorcismos.

Pero puede suceder lo contrario. Una feria de dimes y diretes, un carnaval de acusaciones mutuas, una exaltación de las virtudes propias y las taras ajenas, un reventón de descalificaciones por todos lados. Al final, un espectáculo degradante y degradado. Lo más probable, sin embargo, es que tengamos una mezcla. Análisis y proposiciones junto a agresiones barriobajeras, planteamientos serios y ocurrencias. Y ojalá lo primero lograra una mayor exposición pública que lo segundo.

No obstante, el problema es más obscuro y no es exclusivamente mexicano. Por el contrario. Las campañas cada vez más tienden a la simplificación, a acuñar frases «memorables» y a las inhabilitaciones de los adversarios presuntamente ingeniosas. Y ello porque los candidatos requieren conectar con el mayor número de electores posibles.

En nuestro caso, en nada ayuda a un debate informado el formato de aparición de los candidatos en radio y televisión porque en 30 segundos nadie es capaz de presentar un diagnóstico y una propuesta medianamente sofisticada. Esa catarata de anuncios, emparentados con las ofertas comerciales y diseñadas por «mercadólogos», no solo satura al auditorio sino nubla la mediana comprensión de lo que se encuentra en juego. Por esa y muchas otras puertas, los códigos del espectáculo invaden el intercambio político y la «nuez» del asunto suele escaparse.

No obstante, me temo, la dificultad mayor deviene del propio código genético del sistema democrático. Dado que partidos y candidatos deben llegar al mayor número de personas posible, dado que tienen la necesidad de impactar al público más amplio, no resulta extraño que devuelvan al «respetable» las nociones y prejuicios que flotan en el ambiente y que resultan inercialmente mayoritarios. No otra cosa hizo Trump en Estados Unidos. Y se trata solo de un ejemplo. Hay muchos otros. Una explotación del mínimo común denominador, que hace que la democracia, como ya lo apuntaban los clásicos, se deslice peligrosamente al terreno pantanoso de la demagogia. No se trataría entonces de elevar el nivel de comprensión sino de mimetizarse a las pulsiones instaladas, de decirle a los eventuales votantes lo que se supone quieren escuchar. No un momento de «pedagogía social» sino de repetición cansina de consignas supuestamente pegadoras.

Por supuesto, de la calidad del debate los partidos y los candidatos son los primeros y principales responsables. Pero mucho pueden hacer otros actores. Los medios de comunicación, las organizaciones no gubernamentales, la academia, eventualmente pueden generar un contexto de exigencia presentando diagnósticos e iniciativas, fomentando debates y críticas ilustradas. Un contexto que obligue a los candidatos a no evadir las zonas complejas y los retos, los agudos problemas y las difíciles soluciones. Pero puede suceder, por supuesto, que esos sujetos se asimilen también a los códigos del espectáculo, al circo de lindezas y chabacanería, a la «feria de las vanidades».

Total, poco habrá de vivir el que no conozca el desenlace de esta especulación. Pero más allá de triunfadores y perdedores (que, por cierto, ninguno lo será de manera total), mucho ganaría la República si el proceso electoral se convierte en un capítulo de debate informado; duro, abierto, pero ilustrativo. Lo otro, solo sería una vuelta de tuerca más en el proceso de autodegradación.