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El debate público

El nuevo aeropuerto o ¿por qué es superior el poder público a los poderes de hecho?

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica

04/11/2018

 

1. ¿México necesita una nuevo aeropuerto, una nueva alternativa para su creciente tráfico de pasajeros y de carga? Definitivamente sí y es la base de la discusión. Todos lo admiten. Porque el actual —Benito Juárez— está saturado (cada 58 segundos aterriza o despega un avión, fuera de todo control sensato); es una instalación obsoleta (no permita introducir nueva tecnología logística); ya no ­genera economías asociadas alrededor y dentro de la Ciudad (casi toda la industria aeronáutica ha emigrado); ha empobrecido a sus trabajadores (les paga menos que en 2008)  y, en definitiva, se erige ya como una enorme barrera a la movilidad urbana.
2. ¿Es plausible y deseable que el actual aeropuerto siga operando? No. Representa un riesgo diario y sistémico para los tres millones de pobres que le rodean en el ­oriente de la Ciudad. Es un problema de salud (auditivo y de contaminación) para ellos. Además que ha mantenido los precios de los lotes y las casas de los habitantes del oriente, deprimidos por décadas (¡a 5 kilómetros del Centro Histórico!). Es decir: el Benito Juárez, se ha vuelto un factor de empobrecimiento real para los que habitan al menos, en sus 39 colonias circunvecinas.
3. ¿Es Texcoco la mejor alternativa para un nuevo aeropuerto? Depende. Tiene severos problemas por su tipo de suelo (que se hunde) y en efecto, acarreará problemas ambientales importantes que costará dinero mitigar y resolver. Pero también tiene ventajas: no presenta los ­problemas de propiedad ejidal (como Atenco), está lo suficientemente cerca de la Ciudad de México y por la dimensión del terreno, admite una ventaja radical: que todas las operaciones aéreas, nacionales e internacionales, se realicen en un mismo punto, lo que abarata todo, o sea, lo hace competitivo en el mundo.
4. ¿Santa Lucía es alternativa? No. Habría que hacer un buen número de estudios nuevos para verificar su factibilidad —que pueden tardar años—, allí sí hay una importante población urbana instalada (cosa mucho menos significativa en Texcoco), ¡tendría que construirse un segundo piso de casi 40 kilómetros para traer pasajeros y maletas! Y casi duplicaría los costos de operación de las aerolíneas (ya saben, dos módulos más, dos sistemas de logística más, un kilométrico transporte adicional de personas y de carga, etcétera).
5. ¿Hay alternativas a la propuesta de Foster y la de ­Riobóo? Sí, las hay. El error, la desmesura de Peña Nieto consistió en imaginar un aeropuerto gigante, al margen del crecimiento real de la demanda de pasajeros y de carga (como si creciéramos a tasas chinas) y construirlo todo, lo más rápido que fuera posible. Sí: una obra desmesurada y mastodóntica. Ahora bien, el problema del consejero de López Obrador es que no se hace cargo de los problemas aeronáuticos o sea, la operación de aterrizaje y despegue de miles de naves diarias en un aeropuerto, y su solución es… un gran segundo piso. La lección está allí para quien quiera verlo: en la construcción de un nuevo aeropuerto, quienes llevan mano en el diseño son los ­operadores, no los constructores ni los arquitectos, por rutilantes y mundiales que sean.
6. ¿Había alternativas para componer Texcoco? Por supuesto. En primer lugar, tomar el plan maestro y reformarlo, dándole otra dimensión, empezando por la obra necesaria y haciéndole escalable. Era (y es) perfectamente factible modificar el edificio de la terminal para reducirlo y, con el tiempo (con el crecimiento real del número de pasajeros), agrandarlo al paso de los años y del crecimiento económico genuino (no el imaginado). Así ocurrió con Atlanta y con el Charles de Gaulle. Esta mesura hubiese abaratado sensiblemente el gasto actual y algo más: ­hubiera permitido corregir, revisar los contratos, la legalidad de cada asignación. Actuar con argumentos ­bien fundamentados, a pleno derecho y con la razón pública del lado del Presidente electo.
Pero, como sabía Hegel, la historia camina por el lado malo, y en lugar de echar mano de la razón jurídica, siendo ya Presidente, a través de las instituciones del poder público precisamente, López Obrador decidió realizar una ­precipitada caravana con cajas y tarjetones custodiados por los suyos que, dice, le señalaron un mandato.
La superioridad del poder político frente al poder económico queda en entredicho, porque esa superioridad se basa —justamente— en las formas y el respeto a la ley (cosa que en su resistencia, no suelen hacer los poderes de hecho). Entre otras cosas, por eso se distinguen. Por ese obstinado respeto a la ley, el poder público es más grande y mejor. Por desgracia, éste no fue nuestro caso.