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El debate público

El nuevo gobierno, entre la farsa y la tragedia

 

 

 

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

20/12/2018

 

Cualquiera que haya seguido la trayectoria política de Andrés Manuel López Obrador sabe que le gustan las representaciones. Como el demagogo que es, le encanta ganarse el favor popular con puestas en escena. Ha sido el mejor comunicador político que ha habido en México en las últimas décadas, pero no por tener un proyecto bien articulado para el país, saberlo transmitir y convencer de sus bondades incluso a sus adversarios, como lo haría un estadista, sino porque sabe manipular las emociones y los sentimientos de buena parte de la población, esa que él llama “el pueblo bueno”, con gestos y recursos retóricos simples pero eficaces. No importa que a la vista de cualquier crítico serio resulte contradictorio proclamarse juarista y, al mismo tiempo, participar en rituales religiosos, o que sea evidentemente maniquea su visión de la historia y su descalificación de sus críticos como “conservadores”. Lo notable es cómo logra conectar no con la racionalidad de los ciudadanos, sino con las filias, fobias y miedos de la masa.

Después de la farsa de la entrega del bastón de mando pretendidamente indígena el día de la toma de posesión, un par de semanas después pasó por encima de la laicidad del Estado como ningún otro presidente desde Vicente Fox lo había hecho con la teatral y ridícula ceremonia de permiso a la tierra para llevar a cabo la obra del tren maya, con lo que, por lo visto, pretende pasar por alto los necesarios estudios de impacto ambiental y demás requisitos técnicos que una obra de esa envergadura amerita, sobre todo cuando necesariamente afectará dos zonas de selva declaradas por la UNESCO reservas de la biosfera y que gracias a ello han resistido apenas la devastación que, en cambio, han sufrido los bosque de la península de Yucatán, buena parte de ellos, los del sur de Campeche, talados a raíz de la construcción del Ferrocarril del Sureste en la década de 1940.

La farsa irrita y socava la laicidad del Estado cuando usa ritos supuestamente religiosos (no creo que el ritual puesto en escena se apegue a ninguna ceremonia real de los antiguos pueblos mayas) para avalar una decisión de política pública que debió tomarse con base en evaluaciones de costo–beneficio y con estudios sólidos que la avalaran. Ha sido una superchería en toda la extensión del término, además de ilegal, pero el señor presidente no se fija en esas nimiedades: a él lo que le interesa es el aplauso de la galería. Pero la tragedia que seguramente continuará como resultado de otra de sus decisiones intempestivas, la de poner en manos de las fuerzas armadas toda la política de seguridad pública de su gobierno, va a tener consecuencias mayores.

No se trata de una conjetura, pues durante los años que van desde que Felipe Calderón sacó al ejército para emprender su guerra contra las drogas numerosas investigaciones académicas, incluidas algunas hechas por conspicuos partidarios del actual presidente, como la que llevó a cabo el Instituto Belisario Domínguez del Senado de la República cuando lo dirigía Gerardo Esquivel, han mostrado el fracaso de la estrategia de militarizar las tareas de seguridad. El despliegue militar no solo no ha frenado la ola de violencia ni ha reducido la inseguridad, sino que incluso ha sido detonante de esta en muchos casos. Una decisión tomada en su momento sin un diagnóstico claro y en contra de la opinión de muchos especialistas en el tema está a punto de ser institucionalizada en la Constitución por el presidente que durante la campaña repitió la ridícula frase de “abrazos, no balazos”.

La manera en la que se tomó la decisión de centrar la estrategia de seguridad en una Guardia Nacional militarizada sorprende por lo intempestivo de su anuncio y por las contradicciones evidentes no solo con lo planteado durante la campaña, sino con el diseño previsto con las modificaciones a la ley de la Administración Pública Federal que crearon una Secretaría de Seguridad con enormes atribuciones, en detrimento de la Secretaría de Gobernación, la cual quedó convertida en un cascarón dedicado casi exclusivamente a las relaciones públicas. El diseño legal de la dependencia que encabezará Alfonso Durazo apuntaba a una secretaría súper poderosa, que concentraría tareas de inteligencia y centralizaría una estrategia que se prometió civil. De pronto, al salir de una reunión con los mandos del ejército, el presidente anunció un cambio total de rumbo y estableció que se crearía una Guardia Nacional militarizada y comandada por los mandos del ejército.

¿Qué le dijeron los militares al presidente que lo hizo entregarles todo el poder en materia de seguridad? ¿Existe algún diagnóstico secreto, o lo chantajearon de tal manera que no le quedó de otra que aceptar sus condiciones? El anuncio presidencial se hizo precisamente en el momento en el que la Suprema Corte de Justicia estaba declarando la inconstitucionalidad de la malhadada Ley de Seguridad Interior. Como ha quedado claramente establecido que en los términos de la Constitución vigente la participación de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública es ilegal y que el término seguridad interior no sirve como máscara, entonces López Obrador les ha concedido a las fuerzas castrenses seguir deformando la Constitución en nombre de la seguridad.

Para el secretario de seguridad, que ahora se quedará sin materia de trabajo, por lo que la eliminación de su dependencia sería consecuente con las intenciones de recorte del gasto, la creación de la Guardia Nacional militarizada es producto de la imposibilidad de una conducción civil de la seguridad. Según ha dicho, la Policía Federal es insuficiente y está infiltrada, mientras que el ejército no. Sería bueno que mostrara evidencias de sus dichos y emprendiera las acciones jurídicas para enfrentar esas infiltraciones, pero al nuevo gobierno lo que mejor se le dan son las afirmaciones sin sustento.

Si el constituyente permanente aprueba la aberración planteada por el gobierno, lo que hará será institucionalizar una política evidentemente fallida. El único argumento que el gobierno esgrime para afirmar que algo que ha fracasado durante los últimos doce años ahora sí va a funcionar es que ellos son diferentes a los de antes. Es decir: van a hacer lo mismo, pero con buenas intenciones; tan ridículo como el ritual del permiso a la madre tierra. Es de esperar que no solo la oposición, sino legisladores críticos de la propia coalición gubernamental, como Tatiana Clouthier, frenen el despropósito y fuercen al gobierno a trazar una política de seguridad civil que no reproduzca los fracasos de Calderón y Peña Nieto. Pero ante las críticas, Durazo no ha hecho sino amenazar con el retiro inmediato de las fuerzas armadas y una de las políticas más ignorantes de nuestro entorno, Yeidckol Polevnsky, ha mandado a estudiar a su correligionaria Clouthier. Arrogancia y prepotencia como reflejos del nuevo estilo personal de gobernar.