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El debate público

El régimen político y sus malestares

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

15/06/2017

El presidencialismo mexicano, tal como ha sido diseñado en las sucesivas constituciones, nunca ha dado buenos resultados. El de 1824 fracasó desde la primera vez que debió resolver una sucesión, en buena medida por el hecho de que, al ser una elección mayoritaria donde el ganador se lleva todo, la oposición tiende a radicalizarse, como Vicente Guerrero, el derrotado legal de 1828, que desconoció el resultado oficial y con un motín popular obligó al Congreso a nombrarlo Presidente de la República, para que unos meses después los mismos que lo habían nombrado bajo coacción de las masas lo destituyesen. Ahí murió aquella primera constitución.

Las constituciones de 1836 y 1843 también fracasaron en sus intentos de crear presidentes fuertes y centralistas, mientras que la de 1857 diseñó una Presidencia tan acotada por el legislativo y por el poder de los estados que simplemente nadie pudo gobernar de acuerdo a sus preceptos: Juárez le dio la vuelta con facultades extraordinarias obtenidas de congresos elegidos por medio del fraude y solo se mantuvo vigente como una ficción aceptada durante la dictadura porfiriana.

La de 1917 tampoco ha dado buenos resultados ni para la gobernabilidad, ni para la aceptación plena de los resultados por parte de los derrotados. El conflicto entre el ejecutivo y el legislativo se abrió muy pronto, desde el gobierno de Carranza y, después, Obregón lo subsanó sobornando diputados y senadores. Más adelante vinieron los tiempos de la disciplina férrea obtenida gracias a la no reelección inmediata de legisladores y al monopolio electoral del partido oficial, mientras que la sucesión presidencial hubo de resolverse mediante rebeliones militares, triunfantes o derrotadas en 1920 y 1923 y con la reelección del caudillo en 1928. Todavía hubo rebelión en el momento mismo del surgimiento del partido del régimen, nacido para resolver la lucha por el poder sin recurrir a la violencia, pero en 1940 y en 1952 los retadores plantearon conflictos postelectorales ingentes.

Durante la época clásica del régimen del PRI la constitución de 1917, como la de 1857 durante el porfiriato, tuvo vigencia formal mientras en la realidad operaba una intrincada red de regalas informales combinadas con protecciones legales para cerrarle el paso a la competencia y someter al legislativo y a los estados al poder del arbitraje centralizado en la Presidencia de la República. El sistema de registro de partidos y la ya mencionada no reelección fueron las reglas formales que apuntalaron a los rituales informales de centralización y concentración del poder en el Presidente en turno, trasunto sexenal de Porfirio Díaz.

Desde la fractura del monopolio del PRI en 1988, las elecciones volvieron a ser un escenario de conflicto, por su falta de confiabilidad, pero también por su carácter mayoritario, donde le ganador se lleva todo y los derrotados se van a su casa. Al tiempo, las relaciones entre el ejecutivo y el legislativo recuperaron su conflictividad cuando la pluralidad disolvió la hegemonía del partido del régimen en las cámaras.

Durante las últimas dos décadas, desde que el PRI perdió la mayoría absoluta en la cámara de diputados, el presidencialismo constitucional ha vuelto a mostrar sus contrahechuras: ni genera incentivos para la formación de coaliciones estables que propicien la colaboración continua entre ejecutivo y legislativo, como lo mostró el devenir del malhadado “pacto por México”, ni garantiza la conformidad de los derrotados en la elección presidencial, como ocurrió en 2006, cuando López Obrador intentó sin éxito la estrategia de Vicente Guerrero. Estos malestares se repiten en los procesos locales una y otra vez. En la mayor parte de los estados, la estrategia de los gobernadores para someter a los congresistas díscolos es la de Obregón: comprarlos.

Sin embargo, la dependencia de la trayectoria institucional ha hecho que los actores con capacidad de reforma solo intenten, cuando más, parches al raído traje del presidencialismo, como abrir la posibilidad de gobiernos de coalición, tímida inserción de carácter parlamentario de dudosa eficacia para generar colaboración entre poderes o, ahora, el clamor por la segunda vuelta, surgido del terror a una victoria de López Obrador con un porcentaje reducido de votos y con la esperanza de generar una gran coalición en su contra en el momento del balotaje.

La propuesta de segunda vuelta suena desesperada y a destiempo. De ser aprobada ahora, evidentemente sería considerada como una ley ad hoc para frenar al retador y no resolvería el conflicto. De hecho, potencialmente lo exacerbaría. Por lo demás, si bien la segunda vuelta puede servir para que no sea elegido un Presidente con más votos negativos que favorables, puede agravar la tensión entre un congreso fragmentado y un presidente con una fortaleza ficticia. El actual Presidente del Perú ganó con mayoría absoluta por el rechazo a su contrincante, pero cuenta con una fracción mínima en el Congreso y depende de coaliciones puntuales e inestables.

La reforma del presidencialismo debería ser integral: segunda vuelta para elegir al Jefe del Estado, con facultades relevantes en política exterior, defensa y en el nombramiento de los integrantes de los órganos autónomos, pero con un Jefe de Gobierno responsable ante el Congreso de la Unión y con reelección sin cortapisas. Sin embargo, ese cambio de régimen implica un acuerdo nacional que hoy es inviable. Un parche de última hora, pergeñado sobre las rodillas para frenar al adversario temido solo provocaría un encontronazo.