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El debate público

El traqueteo de la 4-T

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

15/10/2018

 

Uno de los más notorios tropiezos en la política de comunicación del presidente Peña Nieto fue aquella serie de spots en donde varios ciudadanos defendían las reformas de esta administración y, ante remilgos de quienes no estaban de acuerdo, reclamaban “¡Ya chole con tus quejas!”. La catarata de burlas que suscitaron esos anuncios obligó a que fueran retirados en pocos días. Millares de indignados tuiteros y parte de la opinión publicada hicieron mofa de aquella autodefensiva campaña y cuestionaron la insensibilidad del gobierno ante las fundadas suspicacias de quienes no compartían su impostado optimismo.

Aquella frase quedó señalada como expresión de intolerancia e indiferencia. Ahora la recupera el Presidente Electo cu intenta saldar la discusión acerca del Tren Maya asegurando que ese proyecto lo apoyan 8 de cada 10 personas en el sureste. La encuesta, dice, “la mandó hacer el gobierno de Campeche, se las voy a entregar, ya ojalá que esto ayude, o sea ya chole”.

Andrés Manuel López Obrador no enfrenta con argumentos, datos ni explicaciones las dudas acerca de ese proyecto. El tren es una propuesta atractiva pero con enormes insuficiencias, al menos todavía. Hasta ahora no se conoce un documento que exponga con detalle cómo y quiénes construirían el tren, con cuánto dinero y con cuáles consecuencias. Hay dudas acerca del impacto ecológico, pero también sobre los beneficios reales de esa vía que recorrería mil 500 kilómetros y cruzaría por cinco estados. Más que un proyecto serio, ante ausencia de aclaraciones el Tren Maya hasta ahora es una ocurrencia desmesurada y grandilocuente del Presidente Electo. Es su proyecto y no está dispuesto a ponerlo a discusión por mucho que suscite desacuerdos e incertidumbres.

El Tren Maya se ha convertido, para López Obrador, en un asunto personal. Si Peña Nieto alentó y se jactó de la construcción del Nuevo Aeropuerto Internacional de México con tanto énfasis que se pudo considerar como la obra de infraestructura emblemática de su administración, AMLO prefiere la vía ferroviaria del sureste.

El Tren Maya es el NAIM de López Obrador. Allí podría encontrarse una arbitraria pero significativa comparación. Mientras el gobierno que se va, junto a numerosas indolencias y abusos, intentó mirar hacia el futuro e iniciar un aeropuerto que enlazaría al país con el resto el mundo (los grandes aviones que llegarían y despegarían de las anchas pistas contiguas a una terminal modernísima) la Cuarta Transformación prefiere el paso traqueteante de las locomotoras.

El ferrocarril está asociado con una nación que se considera autosuficiente y a la cual le basta la intercomunicación doméstica. El avión cruza fronteras y abre horizontes. Ambos transportes forman parte de maneras diferentes de vivir y transcurrir. Se viaja en avión, sobre todo en las incómodas, multitudinarias y hostiles aeronaves actuales, por necesidad y con resignación hacia un destino que justifica todas esas penurias. El viaje en ferrocarril, en cambio, es más pausado, se convierte en un fin en sí mismo y por lo general es razonablemente cómodo.

El ferrocarril forma parte de un país que ya no tenemos. Sería deseable contar con líneas eficientes y rápidas de trenes como los que conectan a toda Europa. Hace tiempo, entre otras causas para beneficiar a los consorcios del transporte en autobús, el ferrocarril de pasajeros fue desterrado del escenario mexicano. La excepción es el Chihuahua-Pacífico que aún transita, alternadamente, sobre durmientes de madera y concreto.

Esa imagen del ferrocarril como trabazón del desarrollo ­interno en épocas de economía cerrada al comercio internacional está ligada con su idealización desde los tiempos revolucionarios. En un hermoso ensayo sobre los trenes en la literatura mexicana Jorge Ruffinelli recuerda la perfecta ­metáfora de Martín Luis Guzmán en El Águila y la Serpiente: “Extrañísimo el tren, a veces parecía militar, a veces de pasajeros o de carga —tren fantástico y abúlico, donde viajaban, sin billete, los que querían” (“Trenes revolucionarios. La mitología del tren en el imaginario de la Revolución”. ­Revista Mexicana de Sociología, abril-junio de 1989).

El ferrocarril era fantástico en todos los sentidos del término: quimérico, pero además extravagante y magnífico. Pero también abúlico, es decir pasivo, displicente, lento. Y era democrático pues en él todos cabían. El ferrocarril fue un prodigio todavía hace un siglo. Ahora, su pertinencia es opacada y superada por otros recursos y nuevas necesidades de transporte.

En la narrativa de la revolución, explica Ruffinelli, el ferrocarril “es el epítome de la fuerza y la energía, del arma y del vehículo victorioso o a través del cual se lucha por la victoria”. Más tarde, en la contrahecha modernidad de la segunda mitad del siglo XX, al ferrocarril se le utilizó “como el paradigma de la ineficacia y la falta de funcionalidad”. Hay que recordar, entre otros, a “El guardagujas” de Juan José Arreola en el que el paciente empleado de una estación le explica al desesperado pasajero los caprichos de un sistema ferroviario en donde la improvisación lleva de una sorpresa a otra. “El próximo tramo de los ferrocarriles nacionales va a ser construido con el dinero de una sola persona que acaba de gastar su inmenso capital en pasajes de ida y vuelta para un trayecto ferroviario cuyos planos, que incluyen extensos túneles y puentes, ni siquiera han sido aprobados por los ingenieros de la empresa”, ironizaba el autor de Confabulario.

En la decisión para construir el Tren Maya, igual que en otros antojos del Presidente Electo, se ratifica un proyecto que­mira más al pasado que al futuro del país. Pareciera que López Obrador cree que se encuentra en la circunstancia —y ante los desafíos— de López Mateos. El México de hace cincuenta y tantos años transcurría en el contexto de una economía cerrada, un sistema político fuertemente concentrado y con una sociedad adormecida.

La propuesta de AMLO y los suyos remite a aquella ­economía autárquica que ya se enfrenta a exigencias y compromisos como se mostró en la renegociación del TLC norteamericano. El nuevo presidente encabezará una estructura política dócil y controlada gracias al resultado electoral de julio pero que colapsaría si no tiene los contrapesos que han permitido que el sistema mexicano funcione a pesar de síndromes autoritarios de sus gobernantes. Y lo que de plano es irreversiblemente distinto son el talante y la diversidad de la sociedad mexicana. Es difícil que muchos ciudadanos, con todo que más de la mitad de quienes fueron a las urnas votaron por él, dejen pasar excesos o ligerezas de López Obrador.

Ésa es la realidad que el Presidente Electo no ha querido reconocer. Ante opiniones diferentes a las suyas, se apresura a descalificar como hizo al considerar que las dudas ­sobre el Tren Maya se deben al rechazo de “conservadores” y de la prensa fifí. Las pintorescas expresiones de López Obrador enturbian el escenario público porque desconoce las ­razones, o las dudas legítimas, que animan a quienes cuestionan sus proyectos.

El Presidente Electo no advierte que en la sociedad de hoy en día las incondicionalidades absolutas no existen y que no hay asunto público frente al cual no se desgranen numerosas posiciones. No entiende, o no quiere admitir, el carácter plural de esta sociedad y la función indispensable que tiene el debate público. Por eso, con el mayor desempacho, resuelve de manera casuística dos asuntos similares.

Para avalar el Tren Maya, al Presidente Electo le basta decir que hay una encuesta (cuyos detalles no se han conocido) en la que el 80% de los habitantes en la Península de Yucatán respaldan ese proyecto. No importa que no haya presupuestos, ni estimaciones rigurosas de impacto ambiental, ni siquiera una ruta claramente definida.

En cambio para decidir sobre el Nuevo Aeropuerto Internacional de México el Presidente Electo convoca a una consulta que no tiene asidero legal alguno, ni garantías de transparencia. En las urnas así improvisadas, habrá un burdo simulacro de participación al que fundamentalmente acudirán simpatizantes de Morena que han hecho de la animosidad contra el NAIM en Texcoco un tema de ideologización y rechazo por encima de cualquier consideración técnica.

Si al Presidente Electo le interesa tanto la opinión de los ciudadanos recabada a través de encuestas serias, podría enterarse de los resultados que el mes pasado ofrecían varias empresas que preguntaron sobre la pertinencia de continuar la obra en Texcoco o habilitar la base militar de Santa Lucía.

La encuesta de Consulta Mitofsky encontró que el 42% de los ciudadanos prefiere que se aproveche la inversión ya realizada en Texcoco y 19% simpatiza más con la obra en Santa Lucía.

Entre los entrevistados de Gea-ISA, el 40% elige Texcoco y el 20% Santa Lucía.

La encuesta de El Financiero registró 64% de preferencias por Texcoco y solamente por 23% cambiar a Santa Lucía.

Andrés Manuel López Obrador no tenía necesidad de enredarse en el asunto del aeropuerto. Se trata de una obra en marcha, diseñada y evaluada desde hace varios años por especialistas dentro y fuera del país y cuya necesidad está plenamente comprobada. Si había dudas sobre la asignación de contratos o el costo de cada una de las fases de esa enorme construcción, los pudo haber revisado punto por punto. ­Pero no le interesaba la transparencia sino la descalificación toda de esa obra y no por motivos técnicos, ni financieros, sino políticos.

AMLO desacreditó al aeropuerto en Texcoco para ganar votos. Ahora se encuentra entrampado entre ese compromiso de campaña, la situación de una obra ya avanzada, los numerosos defectos aeronáuticos y prácticos de Santa Lucía, las necesidades imperiosas de los pasajeros que padecen el actual aeropuerto, los intereses de inversionistas mexicanos y extranjeros involucrados en el NAICM y, según parece, el interés personal y quizá los negocios de colaboradores suyos que apuestan por Santa Lucía. La demagogia, a veces, ­tropieza con la realidad.

Sus organizadores dicen que en las urnas de esa consulta participarán entre 100 mil y 500 mil personas. Eso significa ­entre el 0.1 y el 0.5% del padrón electoral. Se trata de una simulación cuyo único propósito es permitir que al presidente electo eluda la responsabilidad de tomar una decisión ­sobre el aeropuerto.

Un gobernante que respeta la diversidad y la complejidad de la sociedad se esfuerza para explicar y trata de no pontificar. López Obrador aún no gobierna pero, ante el vergonzoso retraimiento de la administración de Peña Nieto, acapara el escenario público. Al país le haría bien que el Presidente Electo hablase menos y escuchara más. Podría beneficiarse de multitud de razones y entender no pocos reparos que ahora de­satiende por costumbre. Los ferrocarriles son fascinantes. Pero ajustar el ritmo del país a su parsimonioso traqueteo comprobaría que la “cuarta transformación” (la 4-T) marchará como los cangrejos que decía Guillermo Prieto.