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El debate público

En un mundo raro

 

 

 

 

 

 

José Woldenberg

Reforma

01/02/2018

Como diría José Alfredo Jiménez.

Empujado por amigos me asomé a Twitter. Entré tarde y mal. Y ahora ofrezco un reporte de lo que vi y leí.

Me sorprendieron gratamente una serie de personas educadas que mandan mensajes como los siguientes: «buenos días», «buenas noches», «me voy a dormir», «por favor pásenla bien».

Hay quienes son como pequeñas academias de superación. «Ánimo, no hay mal que dure cien años…»; «si quieres, puedes», «el mundo es para los audaces», «no desanimes» y por ahí.

No faltan los que nos informan de sus viajes: «salgo a Cuévano, no me esperen a comer»; «aquí de visita a la Torre Eiffel» (con anexo de foto); «estoy en Monterrey y no imaginaba que fuera tan grande». O mejor aún notifican lo que comen: «unas ricas garnachas en Salsipuedes»; «mi desayuno siempre macro biótico, porque mantiene las neuronas bien alineadas», «un pambazo mejor que el de mi comadre Adelina». Y no faltan los que comentan el clima: «¡¡Qué frío!!», «Brrrr», «Me estoy congelando». O «estoy en el gimnasio», «me duele una muela», o «¿saben qué debo hacer para conseguir una credencial del INAPAM?». Los imagino con una gran necesidad de hablar, ser escuchados y sentirse acompañados. Bueno, ¿quién no?

Esa me pareció la cara amable, aunque no sé por qué, un tanto anodina. Están, además, los que promueven productos: lea el libro de Mozart Peraloca, vea «El bosque de las mandarinas la última película de Steven Iztaccíhuatl». Los que se autopromueven, por ejemplo, comentaristas que mandan al espacio un link con su colaboración o conferencistas que nos informan que estarán en la Universidad Patito en el estado de Guayaba. El asunto se pervierte un tanto cuando se intuye que algunas «celebridades» cobran por anuncio y hay tuits claramente pagados que publicitan desde cremas para el cutis arrugado y cucho hasta Cadillac último modelo.

Los que hacen de su vida privada un espectáculo público merecen un reconocimiento aparte. «Aquí chupando con los cuates» (foto adjunta); «mi novia, mi tío, Alcibíades (un perro) y yo en las faldas del Ajusco»; «preparando las tortas para la excursión a Amecameca», «fajándole a la suegra».

Los que hacen política son una fauna interesante. Están los portavoces enfáticos de las consignas de sus respectivas organizaciones. Los que dan retuit a lo que dicen sus compañeros y marcan el corazoncito para hacerse presentes. Imagino que el tuit es un sucedáneo de lo que hace apenas unos años se llamaba militancia o quizá es la militancia del siglo XXI. Ejercen sus derechos. Sienten la obligación de manifestarse. Esperan construir un mundo mejor. Son buenos y los saben y se ufanan. Los anónimos son otra cosa. Son -dice don Reiterativo- los que no dan la cara. Los miles, las decenas de miles, que bajo un seudónimo, amenazan e insultan. No los reproduzco porque dan vértigo. Sin poder ser identificados, son capaces de las peores infamias y afrentas en 140 o 280 caracteres, para no hablar de los que ladran y uno espera que no muerdan. Una violencia verbal digna de Tarantino y que envicia las pulidas avenidas del Twitter.

Existe un subgrupo altamente indignado. Su cólera puede enfilarse contra algunas empresas privadas por las fallas en sus servicios, que no son pocas, o contra sus adversarios ideológicos. Pero el blanco privilegiado es el Estado y la «clase política». Una entidad indiferenciada, monolítica, maléfica, culpable de todo. Y los dardos pegan en el centro y otros fallan, pero el concierto desafinado está plagado de dictados secos, contundentes, sin espacio para la duda. Nuevos pontífices, Tira Netas. Oráculos.

No es todo por supuesto. Hay mucho más. Mensajes institucionales, fotos de mujeres hermosas, chistoretes, frases célebres y lo que usted guste y mande. Un mundo expresivo, plural sin duda, reflejo de eso que antes se llamaba sociedad a secas. Un mural desigual y combinado como diría el clásico. Una serie interminable de monólogos, de ansias de decir aquí estoy, de opinar. Y por supuesto de grupos que se hablan a sí mismos, unas fortalezas de certezas que ya las quisieran para un domingo las iglesias, de circuitos cerrados y autosatisfechos.

Salgo por la misma puerta por la que entré. Me siento viejo. Estoy viejo. No me gusta lo que vislumbro. Peor para ti, dirán los tuiteros. Y tienen razón.