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El debate público

Esquizofrénica relación con la ley

María Marván Laborde

Excélsior

14/04/2016

No deja de sorprender la relación que tenemos los mexicanos con la ley. Es bien sabido que asumimos que la ley está hecha para violarse, su aplicación siempre es negociable. Por otra parte, tenemos una fe casi ciega en la capacidad transformadora de las leyes. No sabemos distinguir entre política pública y reformas legales. Cualquier problema serio merece una nueva ley o, por lo menos, una reforma.

Uno de los ejemplos más claros es el tratamiento de los problemas de inseguridad. Para combatir el secuestro no nos alcanzó el Código Penal, precisamos de aprobar una “Ley General para prevenir y sancionar los delitos en materia de secuestro…” (aunque usted no lo crea, el nombre de esta ley es más largo).

Acompaña a nuestra confianza en el poder transformador de la ley, el fervor por las sanciones. Otra vez, el mejor ejemplo, el castigo a los secuestradores. Consigna, tan tramposa como exitosa mediáticamente, ¡140 años de cárcel a los secuestradores!

Las reformas electorales adolecen de ambos defectos. Normalmente están impulsadas por los partidos perdedores y buscan cerrar el paso a las triquiñuelas, reales o ficticias, que utilizó el vencedor. Incremento de las prohibiciones y maximización de las penas, parecen ser la única receta.

Como resultado, tenemos un entramado legal complejo con penas severas que, en los hechos, pueden anular la voluntad del ciudadano expresada en las urnas. Los legisladores consideran que se puede separar la paja del trigo, es decir, los votos auténticos de los ciudadanos de aquellos votos ilegítimos producto de la tergiversación de su libre voluntad. Ésta es, en última instancia, la racionalidad que existe atrás de las reglas de fiscalización.

Por ello, tan importante es vigilar los recursos de las campañas como de las precampañas, por eso hemos inventado periodizaciones sofisticadas como los actos adelantados de campaña. Por eso el legislador ha exacerbado la severidad de los castigos.

La ley dice, textualmente, que “si un precandidato incumple la obligación de entregar su informe… no podrá ser registrado legalmente como candidato…” (artículo 229, párrafo 3). Es la sanción más severa que puede recibir un precandidato, así como la peor que puede recibir un candidato triunfador, que su victoria sea desconocida por la autoridad por exceso en los gastos de campaña.

Cuando en 2014 se aprobó la Ley General hubo muchas voces que advirtieron que las sanciones tan severas no inhiben las conductas ilegales y generarían importantes problemas políticos en su aplicación. Se desoyeron las advertencias y floreció ese pequeño Torquemada que todos los legisladores parecen llevar dentro. Leyes rígidas que después reclaman aplicación flexible.

Llegó el momento de la aplicación de la ley. El precandidato de Morena para la gubernatura de Zacatecas no presentó su informe. Según consta en los documentos del INE, el 7 de febrero de 2016 solicitó su registro como precandidato a través de la “Carta de aceptación de la precandidatura”. Con ello se entiende que estaba obligado a entregar el respectivo informe a más tardar el 20 de febrero. El 6 de marzo el INE le hizo saber por escrito su omisión. El 13 de marzo respondió negando su calidad de precandidato en virtud de haber sido el único. Cuando se le notificó su falta, el 20 de marzo, se le demostró que él mismo había solicitado su registro como precandidato, decidió entregar un informe el día 25, reportando cero gastos. Lo que, según los registros del INE, faltaba a la verdad.

La legislación electoral obligó a la creación de un sistema informático en el que es responsabilidad de los partidos, los candidatos y sus equipos registrar sus gastos en tiempo real. Las fechas de cierre son implacables, hay o no hay informe.

Aplicada la sanción más severa, entonces hay quien arremete contra la autoridad electoral que aplicó la ley. La decisión está impugnada en el Tribunal Electoral y en palabras de la consejera Sanmartín, si se revoca la decisión del Consejo General, se alteraría de manera irremediable el modelo de fiscalización y se quebraría el modelo de rendición de cuentas. Si no querían un modelo exigente, ¿para qué lo aprobaron?