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El debate público

Farándula y elecciones

 

 

 

José Woldenberg

Reforma

28/06/2018

 

¿Por qué tantos deportistas profesionales y actores y actrices soy hoy candidatos a cargos de elección popular? ¿Es una pregunta frívola? ¿Tiene algún sentido siquiera platearla? No es solo un fenómeno nacional. Ahí están Beppe Grillo, el comediante fundador del Movimiento 5 Estrellas en Italia, Jimmy Morales presidente de Guatemala y antes figura de la televisión o Arnold Schwarzenegger, el forzudo que fue gobernador de California, por no hablar de Ronald Reagan.

          Futbolistas, luchadores, cantantes, similares y conexos, tienen derecho a ocupar cargos electivos. En democracia, se supone, no existen cotos de representación vedados. Por el contrario, ejerciendo sus derechos pueden aspirar legítimamente a ser electos a la diversidad de puestos que se ponen en juego en los procesos comiciales. Y no será extraño que alguno de ellos pruebe que tiene cualidades sobradas para ocupar el cargo.

         Algunos, sin embargo, no son más que “fauna de acompañamiento”, rostros y nombres conocidos que aparecen en la boleta o en diversas planillas con escasas posibilidades de ganar, es decir, adornos que prestan su rostro y sonrisa por un rato (y quizá por unos pesos); pero, hay otros que acabarán siendo diputados, presidentes municipales e incluso senadores y hasta gobernadores. Es decir, que, como cualquier grupo humano, algunos son utilizados por otros y los demás han encontrado en la actividad política una auténtica y eficiente plataforma de lanzamiento para sus respectivas carreras.

         Tampoco resulta algo novedoso. En los lejanos tiempos del partido hegemónico, invariablemente aparecía como candidato y luego como diputado algún locutor, actor o boxeador. Siempre había un lugar para alguien famoso apreciado, una figura “no política”. Lo nuevo, sin embargo, es la magnitud del fenómeno. Al parecer las candidaturas para la gente del espectáculo se multiplican.

         El fenómeno es revelador tanto del estigma que acompaña a los políticos profesionales como de un nuevo tipo de reclutamiento de candidatos.

El descrédito de los políticos tradicionales está ahí, imponente, como un rinoceronte a la mitad del comedor. La imagen prevaleciente, extendida y arraigada, es la que convierte en sinónimo de corrupción e ineptitud a todos los políticos. Y por supuesto que hay evidencia suficiente de que no pocos lo son; pero la noción se ha expandido de manera falaz como si todos y cada uno de ellos lo fuera. Forma parte del discurso antipolítico en boga en todo el mundo y que está acarreando algo más que derivaciones perversas (ver, como si hiciera falta, el caso Trump). Además, flota en el ambiente la idea de que los problemas (innumerables) son responsabilidad (casi) exclusiva de quienes ocupan cargos públicos. Un mecanismo elemental pero bien aceitado que ante cualquier dificultad encuentra invariablemente unos culpables: los políticos. De tal suerte que “las estrellas” de la farándula aparecen, para muchos o algunos, como un refresco, como una inyección de novedad y hasta de esperanza.

Pero quizá el nutriente más potente del reclutamiento de famosos sea que la política cada vez más se está convirtiendo a los códigos del espectáculo. Los diagnósticos medianamente sofisticados y propuestas complejas parecen difuminarse en el marco de una política sobrecargada de ocurrencias, frases efectistas y recursos propios de la mercadotecnia. No es que diagnósticos y propuestas no existan, por el contrario, los equipos de los candidatos se esmeran en afinarlos e incluso en socializarlos, pero no logran adquirir centralidad en el debate público. En ese ambiente ser conocido ofrece ventajas. La visibilidad pública, la popularidad, se convierten en un capital político y como tal puede ser explotado. Las nuevas formas de reclutamiento pasan cada vez menos por conductos políticos y filtros ideológicos y lo más relevante es el “reconocimiento” de los candidatos, el porcentaje de entrevistados que dicen conocer al mentado o la mentada, y por supuesto que las estrellas del deporte y el espectáculo llevan primacía. Si a ello sumamos el adelgazamiento del debate, la política como carnaval de bufonadas, la banalización sistemática de los asuntos públicos y el potente reblandecimiento de las coordenadas intelectuales, entonces la mesa para las figuras de la farándula está puesta.