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El debate público

Frenar la violencia política

José Woldenberg

Reforma

30/06/2016

Después de los trágicos acontecimientos de Nochixtlán, vale la pena pensar en un fenómeno que parece expandirse sin encontrar camino de regreso: la violencia política. Y quizá es necesario volver a las nociones básicas porque demasiadas personas parecen contemporizar con ella y la empiezan a observar como algo connatural a nuestra «convivencia». Cuando sabemos -o deberíamos saber- que la violencia solo genera violencia. No se trata de una frase ritual o estridente, sino de una dinámica documentable a lo largo de la historia. Y ya tenemos suficiente con la violencia ligada a la delincuencia como para sumar ahora la de matriz política.

Desde las movilizaciones. Que un grupo, partido o sindicato tenga sus propios diagnósticos y propuestas sobre el tema que se quiera, no solo es legítimo, resulta necesario en una sociedad marcada por la pluralidad. Que esos mismos actores se manifiesten, hagan públicos sus reclamos, critiquen con vehemencia a sus adversarios, organicen paros o huelgas, marchas y mítines, es natural porque se trata del ejercicio de derechos propios de un marco democrático. Pero que supongan que pueden quemar edificios, destrozar vehículos, impedir el abasto de ciudades y aún humillar y agredir a personas, sin consecuencias, es pura y dura enajenación o una apuesta política que tarde o temprano acarreará más violencia.

Esa violencia se alimenta de un cierto nihilismo que asume que lo de «los otros» no merece respeto ninguno y que los intereses propios tienen el «derecho» de desplegarse sin límite. De la peregrina idea de que los fines legitiman los medios, que si el objetivo es loable todo se vale para alcanzarlo (a estas alturas deberíamos saber que los medios suelen ser más relevantes que los fines enunciados, porque cualquiera puede enarbolar las metas más meritorias, pero realmente sabemos quién es cuando utiliza ciertos recursos para alcanzarlas). También de una larga tradición que ha acuñado la noción de que los cambios requieren de violencia para ser tales (los ensueños de una nueva toma de la Bastilla o del Palacio de Invierno nutren ese imaginario que se reproduce fuera de tiempo y circunstancia, porque si en algo parecía existir un consenso sólido, es en que los cambios democratizadores del país tenían y tienen la finalidad primordial de cerrarle el paso o por lo menos acotar a la violencia). Se tiende también a disculpar esa violencia si proviene de actores presunta o realmente débiles, pobres, desprotegidos. La mala conciencia, fruto de una sociedad más que desigual y excluyente, suele justificar «los excesos» por la «situación objetiva» que viven, para mal, los que la provocan. Y por supuesto la impunidad es un componente indispensable para su reproducción. Cuando esas conductas quedan impunes, indirectamente se hace una invitación para seguir perpetrándolas.

Desde los gobiernos. Los cuerpos policiacos, por desgracia, portan problemas inmensos. Impericia, excesos y déficit de legitimidad para utilizar la fuerza, son ingredientes que modelan sus posibilidades y límites. Suele olvidarse que muchos de esos cuerpos hacen lo que pueden y no lo que deben por pura y llana ineptitud. Recuerdo de manera viva los acontecimientos del 1o. de diciembre de 2012. Ese día observamos cómo grupos de jóvenes embozados agredían a la policía. Pero cuando luego de largos minutos la policía reaccionó, los agresores corrieron y algunos de quienes se manifestaban pacíficamente fueron arrestados. Un mundo al revés: provocadores impunes; inocentes castigados. Las violaciones recurrentes a los derechos humanos por parte de las «fuerzas del orden» son otro elemento a tomar en cuenta. Esas transgresiones a la ley -repetidas y extendidas- hacen complejo su accionar, ya que pueden desbordarse, y al hacerlo, crean mayor zozobra. Así, inoperancia y violación a los derechos humanos se anudan para construir un preocupante deterioro de su legitimidad.

Más nos vale generar un dique político y moral en contra de la violencia. Sin coartadas. La violencia -habla Perogrullo- es un mal: destruye, amedrenta, lesiona, mata. Esa debería ser una convicción y un valor común de la sociedad. Pero si no es por convicción, por lo menos que sea por realismo: porque difícilmente desde la sociedad existirá una fuerza más contundente que la del Estado.