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El debate público

Hechos históricos duros de tragar

Ricardo Becerra

Milenio

13/02/2020

De 1977 a 1996 ocurrió un cambio mayor en la política de México. Una serie de reformas que nos hicieron escapar del autoritarismo y posibilitaron una multitud de cambios políticos, de manera legal y pacífica. Ese largo periodo histórico, que duró toda una generación, lo hemos bautizado como transición democrática. En paralelo, ese México vivió además vastas transformaciones en los órdenes económico, social y demográfico, y ostensiblemente fracasó en conducir tales transformaciones: enfáticamente en materia económica y dramáticamente en materia de seguridad. Sin embargo, en materia política lo hicimos razonablemente bien, pues por primera vez en 200 años (subrayo, en dos siglos) la transmisión del poder ocurrió pacíficamente, sin despeñarse en desorden social, violencia o guerra civil. Dicho en sus letras: la transición democrática cumplió una asignatura histórica, inauguró una época: la era de las elecciones como vehículo para el cambio de gobierno.

Eso explica que se haya transmitido la Presidencia de la República desde el PRI al PAN en 2000, del PAN al PRI en 2012 y del PRI a Morena en 2018. El triunfo del presidente López Obrador es la prueba viviente de que reglas e instituciones político-electorales funcionan. El poder se dispersó, el Congreso de la Unión perdió mayorías, los gobiernos de los estados cambiaron de signo igual que los municipales, se activaron los mecanismos constitucionales, pesos y contrapesos por primera vez, y las libertades cívicas se ampliaron como nunca. Esto no encaja con la mitología según la cual la democracia mexicana (y, por si fuera poco, las virtudes públicas) comenzó ayer, en 2018, mediante la epopeya protagonizada por una coalición redentora que ha venido a refundarlo todo, a desmantelarlo todo —sorprendentemente— a desmantelar incluso aquello que funciona. Una fábula al mismo tiempo infantil y destructiva. La realidad, sin embargo, transcurrió por otra parte y es bastante más compleja. En 1989, después del fraude electoral (cuya cara y apellido pertenece a uno de los personajes más rutilantes del gobierno actual) un grupo de mexicanas y mexicanos decidimos agruparnos para estudiar e intervenir, según nos fuera posible, en la construcción de la democracia mexicana. Nos oponíamos igual al continuismo del PRI, a las versiones refundadoras del naciente PRD y también a las nociones liberales, sin reparto económico, del PAN. En contra de “perfeccionar al sistema” nosotros hablábamos de reformar desde su raíz. Y en vez de “revolución democrática” nosotros hablamos de “transición democrática”: o sea, pactos sucesivos para escapar del autoritarismo y colocar los cimientos comunes de una democracia. Ese grupo se llama —hoy como ayer— Instituto de Estudios para la Transición Democrática (IETD) y ha cumplido ya 30 años. Hemos participado de varias formas en el cambio político dentro del cual hemos aportado (creo) un grano de sal y otro de arena. Con las herramientas a nuestro alcance. Discutiendo, criticando, publicando, proponiendo e incidiendo en ese torrente social complicadísimo que, por supuesto, no admite las fábulas propias de los cuentos de hadas. Porque el cambio político fue eso: admitir el pluralismo, la emergencia de los ciudadanos libres y participativos por millones, respetar a las minorías, escucharlas, asumir su necesaria representación en los órganos del Estado, dejar de reprimirlas, cambiar reglas, instituciones, atreverse a confrontar ideas públicamente, dialogar, contar y respetar los votos, competir con partidos distintos en un piso legal y parejo, y, llegado el caso, dejar el poder si las urnas así lo determinan. Esto es lo que se hizo en México gracias a un montón de fuerzas, corrientes políticas de aquí y de allá, de distintas posturas ideológicas y a personajes tan diversos como Jesús Reyes Heroles, Santiago Oñate, Martínez Verdugo, Rincón Gallardo, Luis H. Álvarez, Castillo Peraza, Cuauhtémoc Cárdenas, Muñoz Ledo y muchos más: pactos y más pactos, gobernados por la necesidad, más que por virtud, para una transmisión pacífica del poder público luego de setenta años de crudo autoritarismo piramidal. O sea: ocurrió la transición democrática. El problema presentísimo es que para el gobierno de López Obrador y sus plumas todo esto sencillamente nunca ocurrió o puede ser olímpicamente omitido en una sola frase. Su ensoñación nos cuenta: lo único que ha existido es la Independencia, la Reforma y la Revolución. Después no hay nada, hasta su llegada al poder (la curiosa cuarta transformación que por el momento nadie sabe en qué consiste o si llegará a ocurrir, pero esa es otra historia). No obstante, el público adulto sabe que en realidad el hoy presidente López Obrador es el producto del proceso de transición democrática, forjado laboriosamente por quienes ahora se quiere demonizar. Y así, quienes sostienen los hechos, estorban. El IETD ha intentado documentar con cifras, datos y documentos (www.ieted.org) que, más o menos en el mismo periodo, México escenificó fracasos sociales tan enormes como el cambio en el modelo económico, las formas en que afrontó la violencia y la inseguridad o la organización fallida de un Estado de Bienestar. Y, sin embargo, algo se hizo bien: las reglas de la competencia y la transmisión del poder político, mediante las cuales hoy Morena se erige como gobierno. Gibrán Ramírez, habitual polemista de Milenio, ha dedicado varios de sus espacios a negar, minimizar, denostar precisamente esto. La realidad le incomoda en su propósito por “resignificar”, entre nosotros, la ficción de la “cuarta transformación”. Pero los hechos están allí para quien quiera verlos. la transición es algo más que un relato o un concepto, es un hecho histórico, y por lo que vemos muy duro de tragar.