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El debate público

Humores públicos

José Woldenberg

Reforma

03/09/2015

Hace 15 años -digamos en septiembre del año 2000- el humor público en México era optimista. (Bueno, resulta demasiado arriesgado hablar del humor público, una densa nube de estados de ánimos contradictorios). Digamos entonces, siguiendo la afortunada frase del ex presidente de España, Felipe González, el humor publicado era optimista. Habían pasado las elecciones y estábamos a la espera de que el nuevo gobierno asumiera su responsabilidad. Los comicios habían transcurrido bien, animados por una auténtica competencia, con las clásicas descalificaciones entre los contendientes, con una enorme visibilidad pública de los principales candidatos y en la noche de la elección todos actuaron como si hubiese un script previo para fortalecer la confianza en las instituciones y la certeza en los resultados. Los escépticos (que no eran pocos) y los cínicos (que suelen ser mayoría) habían constatado que la vía electoral estaba abierta, que las condiciones de la competencia eran medianamente equilibradas, que los candidatos y sus partidos habían ejercido sus derechos y explotado sus libertades, y que el día de la elección los votos se habían contado con pulcritud y por primera vez en décadas se daría la alternancia en el Poder Ejecutivo. Lo que durante mucho tiempo había sido una aspiración se convertía en realidad. Los partidos resultaban eficientes como plataformas de lanzamiento de candidatos, agregadores de intereses, ordenadores de las opciones políticas. Los comicios eran un expediente transitable que garantizaba la convivencia-competencia de la diversidad política, la vía legítima para arribar a los cargos de gobierno y legislativos, un espacio para la confrontación pacífica de las distintas opciones. Y los humores públicos estaban cargados de expectativas y esperanzas.

Quince años antes la capital se vio sacudida por uno de los peores terremotos de su historia. El desplome de edificios y casas, el dislocamiento de la vida en buena parte de la Ciudad de México, pero sobre todo los miles de muertos, heridos y damnificados, generaron una respuesta civil que fue saludada como un despertar de la participación con altas dosis de solidaridad. La destrucción había sido monumental, la respuesta gubernamental insuficiente, pero miles de capitalinos se movilizaron para auxiliar a las víctimas, remover los escombros, habilitar vialidades, surtir de víveres a quienes habían perdido su patrimonio y peor aún a sus familiares. La devastación y la desgracia no se podían (ni debían) esconder. Pero el espíritu público parecía cargado de promesas. La ola de colaboración y auto organización anunciaban la emergencia de una ciudadanía capaz de tomar en sus manos su destino. El luto lo cubría todo, pero entre sus pliegues surgía la vitalidad de miles de personas que ante la desgracia se crecían y ayudaban a sus vecinos y conciudadanos (desconocidos), haciendo de la auténtica necesidad, una virtud pública.

Podemos remontarnos más atrás. Otros 15 años. En 1970 la ácida resaca del movimiento de 1968 estaba presente por lo menos en los centros de educación superior. La paranoica represión, las víctimas inocentes, los presos políticos, la persecución como sistema, la cerrazón de los medios, el verticalismo oficial, construían un escenario y un clima público ominosos. El ambiente resultaba opresivo, los márgenes del quehacer político eran estrechos y el ritual electoral que acababa de concluir seguía un guión pre escrito que a nadie (bueno, exagero) conmovía. Por el contrario, un país plural, diverso, contradictorio, en el que palpitaban ideas, proyectos y sensibilidades distintas no encontraba en el mundo de la política formal espacio y posibilidades. A pesar de ello, acicateados por la rabia y la fe en la política, miles de estudiantes se desbordaron a las colonias populares, los ejidos, los sindicatos, para hacer política al lado del pueblo. Surgieron publicaciones, agrupaciones y partidos (e incluso grupos guerrilleros), tratando de encontrar un cauce para la expresión de quienes no cabían (ni querían) en el vetusto y petrificado sistema oficial.

¿Y los humores públicos hoy? Están presididos por un malestar difuso. Creo que hay menos confianza en las asociaciones de los trabajadores, en las capacidades de la política, en la auto organización. Menos esperanzas en la solidaridad, en el trabajo conjunto y un desgaste notorio de la ilusión en los partidos y las elecciones. Un desencanto que me temo no presagia nada bueno. Deseo estar equivocado.