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El debate público

Igualdad para casarse

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

02/07/2015

Histórico es un adjetivo del que se suele abusar. En los periódicos es muy frecuente encontrar notas o artículos de opinión que califican de “histórico” tal o cual acontecimiento, desde unas elecciones especialmente competidas, hasta una pelea de box anunciada como el combate del siglo. Sin embargo, la mayor parte de esas situaciones acabará, cuando mucho, convertida en una nota de pie de página de los libros que revisen nuestro tiempo cuando éste sea pasado. De ahí que sea prudente evitar un uso hiperbólico de la calificación histórica y reservarla para aquellos hechos que realmente lo merezcan, aunque no es fácil desde la luz del presente imaginar cuáles sucesos de una época serán considerados como nodales para explicar el cambio a la vista de los estudiosos futuros.

A pesar de mis prevenciones frente a la grandilocuencia de declarar histórico algún acontecer de nuestro tiempo, estoy seguro de que lo ocurrido hace un par de semanas en México, cuando la Suprema Corte de Justicia declaró inconstitucionales las cláusulas de los códigos civiles de los estados que consideran al matrimonio exclusivamente un contrato entre un hombre y una mujer o que conciben a la procreación como su único objeto, sí forma parte de un momento histórico, junto con la posterior sentencia en el mismo sentido de la Suprema Corte de los Estados Unidos de América y las reformas previas en casi todos los países europeos y en algunos del resto de nuestro continente.

Se trata de un hecho que ya marca la historia de esa zona del mundo que convencionalmente hemos llamado Occidente, pues implica una transformación fundamental en la moral pública que imperó ancestralmente respecto a la homosexualidad. Se trata de un punto de llegada muy relevante en el proceso gradual de construcción de las sociedades abiertas y es un acto de justicia que influye positivamente en la vida de millones de personas. Hoy todos los habitantes de los países que han terminado por reconocer la igualdad jurídica de las personas homosexuales somos un poco más libres.

Hace menos de cincuenta años, en todos los países considerados entonces como democracias avanzadas, la homosexualidad era ilegal o era abiertamente repudiada por la moral dominante. Las personas que amaban a otras de su mismo sexo eran vejadas, reprimidas y escarnecidas. No es necesario remontarse a los tiempos victorianos para encontrar por todas partes a víctimas de la furia social pretendidamente fundada en una desviación de la conducta sexual aceptada. La tragedia de Óscar Wilde es muy conocida por la relevancia intelectual del personaje; ahora conocemos también el destino miserable al que se condenó al genio Alan Turing, reivindicado como uno de los padres de la cibernética. Pero millones de personas durante siglos fueron víctimas de la ignorancia y la incomprensión social, en buena medida alentadas desde las iglesias cristianas, incapaces de comprender esa forma de amor al prójimo.

Es necesario recordar que fue al calor de la rebeldía juvenil de los años sesenta del siglo pasado que distintos grupos de homosexuales comenzaron a manifestar su hartazgo frente al encierro al que los condenaban las buenas costumbres establecidas. El estallido de Nueva York de 1969, cuando de manera espontánea, el 28 de junio, se desataron una serie de disturbios como respuesta a la redada policial contra el bar Stonewall Inn, en el que acostumbraban reunirse homosexuales, significó un hito que hoy se celebra como el Día del Orgullo. Sin embargo tuvieron que pasar décadas para que se pudiera hacer realmente visible y respetada la orientación y el estilo de vida que hoy se llama en casi todo el mundo gay: alegre, extrovertido, orgulloso.

A mi me ha tocado ser testigo en México de un proceso nada amable, que finalmente ha logrado cambiar sustancialmente la percepción social frente a las personas homosexuales. En una de las primeras manifestaciones públicas en las que participé, en 1978 con motivo de los diez años de la tragedia de Tlatelolco, marchó un grupo llamado Frente Homosexual de Acción Revolucionaria. A su paso los cultos estudiantes universitarios que protestaban contra el autoritarismo los llenaban de insultos, burlas y chiflidos. Para la izquierda partidista en la que milité, se trataba de un asunto pequeñoburgués que distraía de los temas realmente importantes, tal como hoy lo sigue considerando ese dechado de modernidad ideológica que es López Obrador. Sólo el Partido Revolucionario de los Trabajadores, de orientación trotskista, supo entender la importancia de la defensa de la dignidad de esas personas e incorporó su agenda a su plataforma. Todavía en el PSUM, aquel extraordinario ejercicio de transformación de la izquierda, varios de los grupos que lo integraban nos veían con sorna a quienes defendíamos la causa gay como parte de un programa para ampliar las libertades civiles.

Hace apenas quince años, cuando estábamos echando a andar aquel proyecto de innovación política que fue Democracia Social, hubo voces, provenientes sobre todo del viejo comunismo, que criticaron la inclusión de los derechos de las personas homosexuales en nuestra plataforma. Ya en la campaña, cuando preparábamos la participación de Gilberto Rincón Gallardo en el debate entre candidatos presidenciales, el mismo Rincón se mostraba reticente a incluir el tema de la discriminación por orientación sexual en su discurso, no porque él no coincidiera, sino por temor a causarar rechazo entre nuestro potencial electorado. Sin embargo, esa parte de su intervención, cuando habló de lo inadmisible que eran los crímenes por homofobia y defendió la ampliación de los derechos civiles de las personas homosexuales, se convirtió en uno de los puntos más fuertes de su campaña. No creo exagerar cuando digo que ese momento fue fundamental en el giro que comenzó a darse a partir de entonces en la opinión pública mexicana.

Sin falsa modestia, me siento orgulloso de haber participado en la construcción de ese discurso y, sobre todo, de haber trabajado en la elaboración de la primera iniciativa para crear la figura de sociedades de convivencia, junto con Enoé Uranga y Claudia Hinojosa, desde la fracción parlamentaria de Democracia Social en la Asamblea legislativa de la Ciudad de México, aún enfrentando cierta resistencia de los otros diputados de la fracción. Cuando presentamos el proyecto en la explanada de Bellas Artes y celebramos ahí bodas simbólicas, el 14 de febrero de 2001, estábamos convencidos de que sentábamos las bases para un gran cambio en los derechos de todos, aunque no faltaron las notas de prensa burlonas. Aquel proyecto fracasó por la oposición de López Obrador que lo vetó en la cuna, pero fue el antecedente que culminaría finalmente en las reformas para el matrimonio igualitario de 2010.

Estos cambios realmente históricos, por desgracia, sólo se han dado en una parte del mundo. Hoy, al celebrar los fallos de las Cortes mexicana y estadounidense, no podemos olvidar que la homofobia sigue imperando en importantes sectores de nuestras propias sociedades y se manifiesta con crueldad en amplias zonas del planeta, desde las leyes autoritarias de Putin en Rusia hasta la existencia de la pena de muerte por homosexualidad en diferentes países de África y del mundo musulmán. La causa de la libertad tiene todavía largo trecho por andar.