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Izquierda Democrática: La Declaración de México

 

 

 

 

 

 

El IETD redactó esta propuesta, puesta a discusión de los organismos y partidos de izquierda de América y Europa, asistentes al Encuentro de Izquierda Democrática.  

IZQUIERDA DEMOCRÁTICA:

LA DECLARACIÓN DE MÉXICO.

 

1.- El mundo contemporáneo, las sociedades y economías de la segunda década del siglo XXI, tienen frente a sí un dilema de grandes dimensiones: resignarse y permanecer en la época, en el modelo y en la ideología que ha hecho del mercado y de supuestas decisiones anónimas una utopía, un ideal de la existencia humana, o alternativamente, salir del arquetipo para construir y reivindicar una sociedad basada en el acuerdo político, en los derechos y en la democracia.

2.- Se trata de un dilema porque el dominio neoliberal que se ha expandido ya por casi cuarenta años en todo el globo, ha sido cimbrado y ha sido cuestionado como nunca, luego de la inmensa y destructiva crisis financiera iniciada en el año 2008. El sector de las finanzas como eje de todo crecimiento, la desregulación sin precaución, la liberalización sin contención, la idea de que la intervención pública es siempre un problema, son causa directa de la crisis que a su vez provocó el mayor retroceso del producto y la riqueza real, desde la Gran Depresión.

La gran desregulación y su crisis, le ha costado al mundo el 27 por ciento del PIB en las naciones desarrolladas y el 2 por ciento del PIB en los países emergentes mas grandes, según el Fondo Monetario Internacional. 35 millones de empleos perdidos son el colofón de esta devastación económica y social, cuya gravedad todavía no ha sido suficientemente evaluada. Lo que es más: algunas agencias, instituciones financieras, calificadoras nacionales y globales, intelectuales, medios de comunicación, escuelas de negocios, han hecho un celoso trabajo para ignorar esa evidencia y para ahorrarse las lecciones de esa crisis, tan o mas grande que la de 1929, la gran depresión que –recordemos- se convirtió en el caldo de cultivo para el ascenso del fascismo y, al cabo, de la segunda guerra mundial.

3.- En efecto, por la cantidad de empleos y de riqueza destruidos, por su extensión mundial y por su profundidad en las raíces del sistema financiero, la crisis de 2008 es mas grande que la de 1929 pero sus efectos no han sido tan devastadores ¿Porqué? Por la existencia de dos estructuras de la civilización, construidas luego de 1945: el Estado de Bienestar y la democracia política.

El Estado como garante de última instancia, las garantías públicas a los depósitos bancarios, las prestaciones sociales, el seguro de desempleo, los fondos de pensiones y las instituciones representativas con sus diversos controles y contrapesos públicos, han dotado a Norteamérica y a Europa de una capacidad de reacción económica y social que en 1929 no tenían. Por eso la crisis actual no ha tenido los mismos efectos catastróficos que su antecesora histórica.

Y no obstante -en lo que constituye uno de los mayores absurdos modernos- han sido precisamente las instituciones de la democracia y del Estado de Bienestar, los fundamentos cuestionados y atacados desde los mismos poderes que crearon la crisis.

Por eso, nada hay más importante para la civilización actual y para la izquierda global, que la reivindicación simultánea del Estado de Bienestar y de la democracia política.

4.- En Norteamérica y Europa se trata de defender ambas conquistas; en América Latina, en cambio, se trata de construirlos y consolidarlos: libertades esenciales y estructuras de cohesión e igualdad social son, siguen siendo, las tareas centrales de la izquierda, más ahora que el mundo se debate entre permanecer en los formatos de la utopía neoliberal o rehacer políticamente, nacional y globalmente, un compromiso explícito para la convivencia humana.

América Latina -la izquierda de América Latina- debe acudir a este debate, aprender las lecciones europeas y del mundo desarrollado para forjar, también en esta región, áquel arreglo civilizatorio que emergió de las cenizas de la guerra.

5.- Decimos que América Latina está en condiciones de asistir a ese debate porque –a pesar de su desigualdad y sus rezagos- ya es un continente democrático. Después de la guerra fría y de la edad de plomo de las dictaduras y los autoritarismos antiguos, Latinoamérica puede reclamar para si su primera generación de vida democrática.

Casi todas las democracias de América Latina nacieron así: entre pactos discretos, aparición pública de partidos antes proscritos, tímida ampliación de libertades –especialmente de prensa y de reunión- y elecciones inaugurales. A partir de los primeros años ochenta, Latinoamérica entró por derecho propio a la marea de la tercera ola democratizadora y con ello, configura una “edad” política, un periodo tan singular en su configuración y tan largo en el tiempo que ya podemos llamarlo legítimamente como periodo histórico.

Celebrar la democracia en América Latina no es un acto de complacencia, sino el reconocimiento de una conquista mayúscula en la que la izquierda jugó un papel absolutamente decisivo.  Está pendiente la otra gran tarea –la equidad y la cohesión social- pero sin el avance democrático sería impensable el escenario que tenemos hoy: grandes formaciones nacionales de la izquierda, gobiernos de países enteros o de las ciudades más importantes de la región, Congresos actuantes y deliberantes, poderosos programas de igualación social y un debate sin cortapisas, como en ningún otro momento de la historia independiente.

Por primera vez, la izquierda latinoamericana hace política sin miedo, públicamente, con recursos propios y con posibilidades reales de ampliarse, reproducir su influencia y acceder al poder.

6.- Pero vivir en democracia implica responsabilidades y compromisos. Es la posibilidad de acceder al gobierno pero también de perderlo, siempre en contiendas abiertas, incluyentes y equitativas, siempre en un marco de respeto irrestricto a la voluntad de los ciudadanos.

En todas partes la democracia es un compromiso: con el voto expresado en las urnas, con la ley, con las instituciones y con la verdadera pluralidad política y social.

El compromiso de la izquierda con la democracia es sencillamente ese: el reconocimiento de que vivirá en un mundo plural. Nuestras sociedades son a tal punto complejas, heterogéneas, desiguales que ningún actor o corriente puede reclamarse representante del todo en sus distintas formulaciones: del pueblo, de los ciudadanos o de la sociedad. La pluralidad no es una estación intermedia, es el universo real que vamos a vivir de ahora en adelante.

Por eso, si algún sentido tiene la palabra de “izquierda moderna” es precisamente este: una izquierda que ha asimilado y aceptado vivir, competir y conjugar con los otros, con la pluralidad, tan real y tan legítima como la izquierda misma.

Y algo más: esa izquierda pluralista ha de inscribir los nuevos derechos económicos, sociales y civiles en su código fundamental, muy especialmente, los derechos de las mujeres. En el siglo XXI no hay izquierda, mucho menos izquierda democrática digna de tal nombre, que no sea denodadamente feminista.

7.- Para la izquierda esto significa pensar la democracia, de ahora en adelante, como el único marco de procedimientos, comportamientos, derechos y valores que permite a una sociedad plural, organizarse, gobernarse y cambiar.

El compromiso con la democracia y con el pluralismo no es coyuntural ni instrumental. Tampoco es una declaratoria hecha para tranquilizar poderes de hecho o electores medrosos, sino un aprendizaje político y cultural al que ya no se puede renunciar.

Por lo tanto, la elaboración de las soluciones y del programa de la izquierda democrática no puede imaginarse si no es mediante una difícil y continúa elaboración del interés general, entrando en contacto con sus adversarios, con intereses y pensamientos distintos e incluso contrapuestos, en una estrategia de persuasión, debate, diálogo, acuerdo y reformas.

En esto radica la gran diferencia con el izquierdismo primitivo, para el cual la negociación y el acuerdo con los “otros” no es opción, o cuando mucho, es una opción ocasional.

Para la izquierda democrática, en cambio, la búsqueda intencionada de acuerdos es la estrategia, es la única manera de incidir y transformar a la sociedad plural.

8.- El pluralismo real, ineludible y estructural de las sociedades de Europa, y ahora también de América Latina, debería colocar en la agenda prioritaria de la izquierda, los problemas del gobierno, concretamente, del gobierno en la pluralidad.

Las 18 democracias imperfectas de América Latina, escaparon del autoritarismo y de sus dictaduras, dentro del presidencialismo histórico, a imagen y semejanza de la Constitución norteamericana. Y no obstante, desde el punto de vista político y constitucional, ningún problema político parece ser tan importante como la tensa y compleja relación entre el Presidente y los Congresos de la región.

Y es que la nueva era no sólo trajo poderes legítimos mediante elecciones libres, sino que también derivó en una dispersión del poder mismo, porque el Parlamento –habitado por la pluralidad política- cobró un protagonismo como nunca lo tuvo en nuestra historia independiente. Aquí y allá, la aparición de los “gobiernos divididos” –institucional y regionalmente- ha configurado el escenario, complicando la gobernación y acotando de diversas formas la actuación de los Presidentes.

La paradoja está instalada en el presente de América Latina: por un lado la necesidad de un Presidente fuerte pero acotado; capaz de tomar decisiones pero lleno de controles; ágil pero atento a las mayorías legislativas, mientras tenemos Congresos que canalizan las demandas y necesidades de la ciudadanía, pero que deben trascender los intereses de su clientela o su sector; un Congreso que debate, evalúa, fiscaliza pero que no ha de entorpecer el gobierno. Ésta es la ecuación política irresuelta de nuestra democratización.

Trascender el repetido inventario electoral, explorar alternativas más allá de la segunda vuelta (fórmula arquetípica adoptada en Latinoamérica), abrir la imaginación política al cambio de régimen político constitucional, es también parte de la agenda obligatoria de la izquierda democrática de este tiempo.

9.- Finalmente, las sociedades modernas y libres no pueden edificarse si no es bajo un piso firme de derechos y sus obligaciones asociadas. Derechos fundamentales que contribuyen a la paz, a la igualdad, al aseguramiento de la democracia, y sobre todo, a la protección de los más débiles.

La izquierda democrática es la izquierda de los derechos fundamentales porque en ellos se expresa el trato que una sociedad le debe a los más débiles.

Pero todos los derechos cuestan, nuestras libertades no son gratis. El sistema constitucional y democrático no es sino un conjunto de reglas respaldadas por el Estado y financiadas con el dinero público, incluidos los derechos que necesitan los mercados: derecho a la propiedad, a los contratos, préstamos ó transacciones. Lo mismo pasa con los derechos civiles, políticos, sociales, económicos o del medio ambiente. Ahí donde existe un derecho reconocido debe haber un mecanismo que lo haga cumplir, lo vigile y lo repare: y ese remedio tiene un precio, siempre.

Los impuestos son indisociables de los derechos, por eso, son una herramienta de lo público y expresan lo que la sociedad está dispuesta a pagar para darse garantías de convivencia, progreso y solidaridad.

El reto mayor es el de construir sociedades cohesionadas, menos desiguales, habitables, decentes. Somos el continente más escindido, la región de la tierra en donde la brecha entre riqueza y pobreza es más extrema. Y el solo despliegue del mercado, de sus mecanismos de premiación y estímulo, no solo son insuficientes para atender dicha fractura, sino que dejados a su simple y devastador desarrollo, acaban por agudizarla.

Estamos obligados a reivindicar lo público como el escenario de encuentro de una ciudadanía digna de ese nombre. La escuela, la salud, el transporte, la habitación, la alimentación, el medio ambiente, deben ser pensados más allá de los criterios de rentabilidad, para convertirlos en el piso de la convivencia social. Una convivencia social capaz de redistribuir para satisfacer las necesidades primarias y fundamentales de sociedades que se han democratizado, si, pero sin edificar al mismo tiempo, ese piso de seguridad material para la vida común.

10.- Hemos hecho un recuento de los rasgos, las razones y los propósitos de la izquierda democrática, en América como en Europa. No es este el lugar para formular un programa con medidas concretas, sino más bien, el espacio para situar las coordenadas esenciales e irrenunciables que definen a esa izquierda en las sociedades modernas.

Hace 70 años, gracias a la acción de la izquierda democrática, las sociedades occidentales en Europa y Norteamérica, escaparon de la guerra y de la depresión crónica, con una nueva visión y una nueva teoría económica puesta en la práctica, que logró un crecimiento sostenido por casi tres décadas mediante la redistribución del ingreso más justa que haya visto la historia humana.

La izquierda democrática está pues, llamada a aprender de las lecciones del pasado y a repetir el gran esfuerzo de reforma de las sociedades que implicó el Estado de Bienestar y la democracia representativa.

Creemos que los planteamientos centrales formulados aquí, constituyen debates, al mismo tiempo urgentes y de largo plazo, porque vienen de muy lejos y porque después de la crisis financiera, se sigue promoviendo con vastos recursos ideológicos al modelo de “sociedades de mercado”, término equívoco que concreta el ideal insolidario del capitalismo utópico.

Lo que es más: ahora se pregona como progreso la existencia de la pobreza que consume, la pobreza con televisión y radio, la pobreza decorada con precarios enseres domésticos, ese tipo de subsistencia que sin embargo, mantiene a las personas en una condición de vulnerabilidad permanente por el desempleo, los bajos salarios, la informalidad o el ingreso insuficiente.

Esta operación ideológica que celebra la emergencia de clases medias low cost, no puede ni debe ser admitida por la izquierda, no sólo por la falacia intrínseca de su sociología, sino porque el hecho esconde un triunfo de la transición demográfica (más ingresos en el mismo hogar) y esconde el fracaso real del modelo económico de los últimos treinta años.

México es un mal ejemplo universal de ese debate: durante las últimas décadas, el número absoluto de pobres no sólo no se ha contenido sino que ha seguido creciendo: de 47 millones en 1994 a 61.3 millones en 2012. A casi tres décadas de cambios, globalización y “reformas estructurales”, la población pobre ha crecido en números absolutos y al cabo, sigue representando más de la mitad de la población el 52.3% en 2012.

El saldo: 61 millones de pobres, 20 de ellos extremadamente pobres, tras un cambio económico mayor y luego de dos virulentos episodio de crisis financieras –nacional- en 1995 e internacional, en 2008-2009.

Si proyectamos la película rápida de los últimos treinta años, la afirmación es aún más elocuente: los ochenta son los años en que llegaron las primeras reformas liberalizadoras con su ambición de insertar a México –casi a cualquier precio- en la globalización; los noventa son los años de la excitación reformista, el momento en que cuajaron la mayor cantidad de cambios estructurales y de mayor envergadura -como el Tratado de Libre Comercio-. Finalmente, la primera década del siglo XXI ha sido la fase en que la liberalización se hizo burocracia e inercia, la década consagrada a la estabilidad macroeconómica y su “cultura”.

Con sus variantes, eventos formidables o sombríos, matices y contrastes, las tres últimas décadas son las más decepcionantes desde el punto de vista del desarrollo económico en México, al menos desde la Revolución. Y ésa es la fuente principal del abatimiento en nuestra época, el nutriente del malestar con la democracia y con la vida pluralista.

Los resultados que arrojan la edad neoliberal de los últimos treinta años en México y en el mundo, reclaman una explicación. ¿Qué pasó con esas reformas liberalizadoras? ¿Qué han producido realmente los cambios estructurales engendrados por la última modernización, la que va de los años ochenta hasta la fecha? ¿porqué solo una vez, solo un año de treinta, hemos creado los empleos suficientes que reclama nuestra demografía? ¿por qué dependemos a tal grado de los salarios bajos? ¿es verdad que necesitamos más de lo mismo?

En nuestra opinión, es necesario ubicar el debate donde debe estar: en las consecuencias reales de un cuarto de siglo de reformas estructurales en Latinoamérica, y las consecuencias de las políticas de austeridad al salir de la crisis financiera, en Europa; en el urgente paso hacia la igualdad que reclama un mínimo sentido de cohesión social y en estos primeros años de vida democrática que –sin crecimiento ni redistribución- nos ha metido en una estación confusa y decepcionante.

Esta declaración, redactada en México, no es ni quiere ser una mirada de toda la realidad contemporánea y tampoco ofrece un amplio catálogo de cambios; es más bien un llamado a la izquierda: a concentrarse, a abordar los dos problemas centrales de nuestro presente: la desigualdad, la pobreza, la fractura social y el tipo de democracia que será capaz de elaborar su solución.

 

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