Categorías
El debate público

La apuesta reaccionaria

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

18/06/2018

 

Todos los que aseguraban que no podríamos ganar, hoy tienen que reconsiderar su pesimismo. La Selección Mexicana nos ha dado una satisfacción histórica. Hay que ir por más. Sí se puede.

El voto de la indignación está a punto de colocarnos a las puertas del conservadurismo. La mayoría de los mexicanos que quiere votar por López Obrador considera que la corrupción nos ahoga, la democracia no ha servido, la violencia está desbordada y que de todo eso la culpa es de los gobiernos recientes. Tienen mucho de razón. La descomposición del sistema político y la inhabilidad de las administraciones que hemos tenido en los últimos años han sido notorias y costosas para el país. Pero los compatriotas nuestros que están a punto de votar por Morena no quieren darse cuenta de que sería peor el remedio que la enfermedad.

El simplista diagnóstico que tiene acerca del país, el limitado proyecto con el que pretende gobernar, las impresentables figuras de las que se acompaña y, sobre todo, el carácter regresivo de las medidas que quiere imponer propiciarán que, si gana, Andrés Manuel López Obrador sea incapaz de encabezar la solución a las acuciantes carencias que padecemos.

Para López Obrador el problema principal es la corrupción. Como su discurso solamente distingue entre la ubicua y mitificada mafia del poder y el resto de la sociedad, no puede reconocer que la dificultad más importante de México es la desigualdad. Su fórmula para combatir la corrupción es tan elemental que resulta ingenua. Suponer que el ejemplo de un Presidente honesto se diseminará forzosamente desde la cúpula hasta todos los escalones de la pirámide del poder político implica ignorar los muchos vericuetos de la descomposición que agobia al sistema mexicano y, también, las fatalidades de la tramposa naturaleza humana. A la corrupción sólo se la erradicará con la aplicación de la ley. Pero cuando un gobernante, o quien aspira a serlo, propone que con su comportamiento personal basta para trasmutar las inmoralidades de otros, estamos ante una idealización de sus propias capacidades a la que sólo se puede dar crédito con una buena dosis de fe.

Son muchos los que han resuelto, en un ejercicio de voluntarismo que abreva en la decepción, la desesperanza o la rabia incluso, tenerle fe a López Obrador. Entre sus adherentes no son pocos los que están dispuestos a admitir cualquier cosa que él diga, lo mismo que a rechazar cualquier cuestionamiento a esa idolatría y a su beneficiario. Ante los abusos del PRI y el escepticismo respecto de otras opciones, los partidarios de López Obrador han resuelto creer que él es la posibilidad de cambio. No quieren advertir que, en realidad, se trata de todo lo contrario.

El proyecto de López Obrador mira hacia atrás. Ésta no es una interpretación, sino la lectura fiel de su discurso. Ha propuesto retornar a la etapa del desarrollo estabilizador, a la sustitución de importaciones, al México que produce todos los productos que consume. Incluso ha idealizado, como prototipo del país que quiere, la política económica de Antonio Ortiz Mena, el secretario de Hacienda de Adolfo López Mateos y Gustavo Díaz Ordaz.

El México que AMLO toma como modelo es el de hace cincuenta años. No se da cuenta de que el país y el mundo han cambiado un poquito desde aquella época. Por eso no entiende la globalización financiera y cultural, la revolución informática, el irrefrenable intercambio económico ni la expresión política de esos cambios que es la democracia asentada en la sociedad organizada.

El sistema político con el que López Obrador se identifica es el del México de los años sesenta: presidencialismo fuerte, que funciona como eje de una estructura vertical y al que se le subordinan otros poderes y sectores, masas populares organizadas de manera corporativa y no societal, poderes extra estatales disciplinados al ejecutivo federal. Ese sistema, el candidato de Morena lo ha prefigurado con posturas como la inquietud para que un solo partido (el suyo) domine el Congreso, con la propuesta para crear un tribunal constitucional que reduciría atribuciones e influencia de la Suprema Corte y con el respaldo a dirigentes del sindicalismo tradicional como Gómez Sada y Elba Esther Gordillo.

La sociedad organizada al margen del Estado, a la que descalifica con tanta ligereza, no encaja en el esquema político de López Obrador porque no existía hace medio siglo y no cabía, por lo tanto, en la época del presidencialismo corporativo. Tampoco había reivindicación de los derechos humanos y los derechos de las personas con la centralidad que ahora ocupan en la agenda pública. Matrimonio igualitario, aborto y eutanasia son, entre otros, derechos que López Obrador menosprecia tanto que los quiere poner a consulta popular, como si las garantías básicas pudieran ser sometidas a votación.

Nada de eso había en el México de los años 60, cuando resplandeció un desarrollo que fue posible a costa de las libertades políticas. La contraparte de aquella política económica era el sometimiento de la sociedad, en ocasiones con represiones cruentas. El México que añora AMLO fue también el de la unanimidad aparente pero forzosa, la hegemonía del partido único y la descalificación de todo cuestionamiento al poder presidencial.

Medio siglo más tarde López Obrador es propietario de un partido político sometido a su voluntad, una organización sin vida interna y tan ajena a la democracia que no la practica dentro de sí misma. Igual que el PRI en tiempos de Díaz Ordaz, en Morena no hay decisión relevante que no sea tomada por el dirigente nacional o sus más cercanos. Medio siglo más tarde la sociedad mexicana ha ganado fuerza y autonomía y los medios de comunicación, aunque fuese más por conveniencia que por convicción, han dejado de responder únicamente a las instrucciones del poder presidencial. Sin embargo, la intolerancia con la opinión crítica que muestran López Obrador y, en extralógica imitación suya millares de sus seguidores, indican que la libertad de prensa tendría tiempos difíciles en un gobierno encabezado por él.

El desasosiego ante la economía cerrada y la estabilidad forzosa en detrimento de las libertades políticas se expresó de manera tumultuosa en las jornadas estudiantiles de 1968. La respuesta del poder político acaparado por el presidente reventó, como todos sabemos, la noche triste de Tlatelolco. Ahora López Obrador besa en público a la mujer que hace medio siglo compartió la intimidad con Gustavo Díaz Ordaz. “A esta señora yo la quiero mucho”, le dice a Irma Serrano el candidato de Morena.

Con la misma ausencia de ética política López Obrador defiende los abusos en el Senado de Layda Sansores, otra mujer emblemática de las prácticas e impunidades del antiguo PRI. Mientras más la justifica, mejor se confirma que para López Obrador el combate a la corrupción sólo es una bandera de campaña, o no funciona cuando sus aliados son  sorprendidos en falta. Qué oprobioso resulta el papel de miembros y simpatizantes de Morena que, con tal de congraciarse con el patriarca del partido, disculpan a la señora Sansores. En Campeche, si hay una mafia en el poder es la que han constituido esa mujer y sus familiares.

Su manía para reeditar el pasado conduce a López Obrador a mirarse como conductor de una nueva etapa histórica, a semejanza de la Independencia, la Reforma y la Revolución. No intenta aprender de las lecciones históricas para afianzar el futuro sino, simplemente, hacer que el presente reproduzca al pasado. Pretender la autosuficiencia alimentaria, hacer de los subsidios agrícolas una política y no una excepción, prometer que no aumentarán los precios de las gasolinas (lo cual sólo puede lograrse con transferencias de recursos públicos) son parte de esa vuelta de 180 grados. Lo mismo ocurriría con la desarticulación de la reforma educativa para volver al sistema clientelar en donde a los profesores se les mantiene y promueve no por sus capacidades sino cuando tienen respaldo de los líderes sindicales.  Supeditar las obras públicas a la decisión del presidente, incluso las más grandes como el nuevo aeropuerto que AMLO ya no sataniza porque prefiere ser él quien lo concesione, es parte de ese retorno a la discrecionalidad.

Este pasaje de Mark Lilla, profesor en la Universidad de Columbia, en su reciente libro The Shipwrecked Mind. On Political Reaction (NYR Books, 2016) nos resulta demasiado familiar: “La mente reaccionaria es una mente náufraga. En donde otros miran que el río fluye como siempre lo ha hecho, el reaccionario mira los escombros del paraíso que pasan a la deriva frente a sus ojos. El revolucionario mira el  futuro radiante invisible a otros y se electriza ante él. El reaccionario, inmune a las mentiras modernas, mira al pasado en todo su esplendor y él también se electriza. Se siente en una posición más fuerte que su adversario porque cree que es el guardián de lo que en realidad sucedió, no el profeta de lo que debería ser”.

Así es Andrés Manuel López Obrador. La “cuarta transformación” que dice que encabezará es el colofón de su discurso reaccionario: hacer del pasado no un punto de apoyo sino una coartada, restaurar para no transformar. Explica Lilla: “Los reaccionarios de nuestro tiempo han descubierto que la nostalgia puede ser un poderoso incentivo político, quizá más poderoso que la esperanza. La esperanza puede desilusionar. La nostalgia es irrefutable”.

En el discurso de López Obrador la idealización del ayer sustituye a la necesidad de diseñar el mañana. Patrimonialismo y clientelismo, entrega discrecional de recursos públicos, dosificación de privilegios para mantener adhesiones, predominio del presidencialismo en perjuicio de sus contrapesos, son los ejes del pensamiento del AMLO.

Ricardo Anaya, sin proponérselo, fue indulgente cuando le dijo a López Obrador que se ha convertido en lo que antes criticaba. No hay tal conversión porque AMLO nunca cambió respecto del viejo priismo que ha sido su cultura política.

Hay quienes creen que al votar por López Obrador estarán respaldando una opción liberal o progresista. Algunos, incluso, estiman que se trata de un candidato de izquierdas, lo cual él jamás ha sido ni ha pretendido ser. Lejos de todo ello, la de López Obrador es una apuesta reaccionaria.