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El debate público

La conexión rusa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

13/11/2017

 

Donald Trump es un juglar en Internet. Sus tuits muestran la simpleza, no por ello menos preocupante, del presidente estadounidense. No es un estratega en ningún campo y mucho menos en la Red de redes. En cambio el político que con más sagacidad y malicia influye y amaga a través de las redes sociodigitales es Vladimir Putin. No lo hace de manera abierta. De forma subrepticia, el gobierno ruso cuenta con un ejército de internautas que siembran mensajes falsos para confundir a los ciudadanos en otros países.

De esa manera Putin ha apoyado movimientos ultra nacionalistas. Apuesta, hasta ahora en varias ocasiones con éxito, por la fractura de las sociedades. Se trata de una lógica elemental, divide y vencerás. Hasta ahora la desazón de los ciudadanos con las democracias que han construido, junto con la existencia de sectores de ultraderecha que reivindican posiciones excluyentes, han propiciado el avance de esa política de rupturas y escisiones.

En Estados Unidos, varios comités del Congreso investigan las dimensiones de la interferencia rusa en las elecciones presidenciales de hace un año. Nadie discute si los rusos se metieron o no en el proceso electoral, sino de qué tamaño y merced a cuáles mecanismos ocurrió esa injerencia. El instrumento más importante utilizado por el gobierno de Putin, fueron las redes sociodigitales. Se ha podido documentar que la Agencia de Investigación de Internet, vinculada con el Kremlin, mantiene a centenares de “troles” que se dedican a colocar noticias falsas.

En junio de 2015, el magazine dominical de The New York Times publicó un espléndido reportaje sobre la sede de La Agencia en San Petesburgo. Se trata de “una granja de troles”, escribió el periodista  Adrian Chen. Los troles son usuarios que emplean identidades falsas para molestar o para difundir mensajes específicos. Hace más de dos años, la Agencia tenía por lo menos 400 empleados. “Al trabajar todos los días para diseminar la propaganda del Kremlin, los troles pagados hacen imposible que el usuario normal de Internet pueda distinguir la verdad de la ficción”, explicó Chen. Esos troles, a su vez, crean “bots” (abreviatura de robots) que son cuentas automatizadas, sobre todo en Twitter, que replican mensajes de manera masiva. Un trol puede controlar miles de bots.

De allí han salido mensajes para respaldar la política económica de Putin entre los rusos, pero también versiones falsas que han acompañado los procesos electorales más destacados en otros países. Hace un par de días la revista Wired, en su edición para el Reino Unido, confirmó que en 2016 hubo una coordinada manipulación de mensajes en Twitter, a través de centenares de cuentas falsas, para favorecer la votación por el Brexit, es decir, la ruptura con el resto de Europa. Por otra parte una indagación de los profesores Marco T. Bastos y Dan Mercea, en la City University de Londres, identificó más de 13 mil cuentas sospechosas de ser falsas desde la cuales, poco antes del referéndum de junio del año pasado, fueron enviados mensajes de odio  para crear un clima de persecución contra los migrantes en el Reino Unido.

En Estados Unidos los mensajes rusos se apoyaron en grupos de ultraderecha (como el fundamentalista sitio de noticias Breitbart News) para desperdigar versiones falsas, especialmente acerca de Hillary Clinton. En su reciente libro Qué ocurrió, esa ex candidata recuerda: “los troles rusos postearon historias que decían que yo era una asesina, lavadora de dinero y que padecía la enfermedad de Parkinson. No conozco a nadie que haya creído esas cosas incluso si lo ha leído en Facebook (aunque a menudo es difícil de decir cuándo se trata de un legítimo artículo noticioso y cuándo no), pero quizá si estás suficientemente disgustado, aceptarás cualquier cosa que refuerce tu punto de vista”.

A la propagación de noticias falsas se le llamó posverdad, un término del que nos hemos ocupado en esta columna. Cuando la gente está predispuesta contra un candidato o un asunto es más sencillo que las noticias que encuentra en sus redes de Facebook o Twitter (en donde por lo general cada quien se adhiere a las cuentas de personas que comparten sus puntos de vista) le resulten verosímiles por extravagantes que suenen. Se crean, así, burbujas de creencias autocomplacientes y acríticas. Pero esa circulación de falsedades no sólo refuerza las convicciones de quienes ya tienen puntos de vista definidos ante una elección. También se busca influir entre los indecisos y entre quienes apoyaron a otros candidatos, ya sea en una primera vuelta electoral o en las elecciones primarias de un partido. Muchas de las noticias falsas en Estados Unidos tuvieron como destinatarios a los demócratas que habían respaldado a Bernie Sanders.

En días recientes, en las audiencias del Congreso estadounidense para examinar esa intromisión, se ha informado que 126 millones de personas pueden haber visto contenidos de cuentas ligadas con Rusia. En Twitter circularon 131 mil mensajes con el mismo origen. En Youtube fueron colocados mil videos. La mayor parte de esos contenidos descalificaban a Hillary Clinton y propiciaban actitudes de odio racial. Esa excandidata recuerda que uno solo de aquellos videos  con información falsa en Youtube fue visto más de nueve millones de veces, casi todas a través de Facebook.

En Francia, antes de la elección de mayo pasado la campaña del ahora presidente Emmanuel Macron sufrió una oleada “masiva y coordinada” con mensajes enviados desde Rusia para perjudicarlo en beneficio de Marine le Pen, la candidata de ultraderecha.  En España la difusión del referéndum por la independencia se apoyó en servidores de Internet instalados en Rusia. Los casos de intrusión rusa se han repetido por toda Europa, con resultados diversos.

En un mundo irremediablemente interconectado, es imposible sustraerse a la información que se origina en fuentes y latitudes muy variadas. Ningún proceso electoral transcurre hoy sin repercusiones e influencias provenientes de otros países. Los ciudadanos tienen derecho a conocer cualquier información y versión acerca de los personajes públicos entre quienes decidirán su voto. Pero también tienen derecho a contar con elementos para distinguir entre las informaciones ciertas y las mentiras. Por eso una de las primeras reacciones ante la utilización de las redes sociodigitales para propalar engaños ha sido la exigencia a esas empresas para que se nieguen a difundir contenidos falsos.

El problema es que la compañía Facebook, por ejemplo, no debería resolver por si sola si una noticia es cierta o no. Ya se han construido comités de periodistas y medios para crear mecanismos de verificación y separar las noticias falsas sin que eso implique censura a posiciones políticas o ideológicas. El asunto no es sencillo.

Por otro lado, si las noticias falsas son tomadas como ciertas no se debe sólo a la perversidad creativa de quienes las inventan sino a la ingenuidad, la ignorancia, las aversiones o el fanatismo de quienes deciden creer en ellas. Tampoco se puede asegurar que las fake news propaladas desde el Kremlin han sido definitorias para que ganen candidatos de derecha conservadora. Los electores, como sabemos desde el estudio de la influencia de los medios de comunicación, toman decisiones a partir de un amplio repertorio de fuentes de información  y persuasión (familia, amigos, los propios medios, la experiencia y el entorno de cada quien). Pero es razonable suponer que en procesos electorales muy reñidos las mentiras en línea influyen de manera importante.

Se trata de un problema de cultura política. Pero el déficit que padecemos en ese campo no implica que las sociedades y sus Estados no se preocupen por esa intencionada propagación de falsedades que, como nunca hasta ahora, busca descomponer la vida cívica. En vez de que la democracia sea un proceso en donde de manera enterada los ciudadanos deciden en condiciones de equidad y libertad, podemos involucionar a elecciones matizadas por engaños que son tomados como ciertos.

En México, a la propagación de embustes en línea muchos la siguen viendo como un asunto demasiado excéntrico. Sin embargo algunos comentaristas han llamado la atención sobre él: Fernando García Ramírez en El Financiero (“La amenaza rusa en México”, 30 de octubre), Francisco Báez Rodríguez aquí en Crónica (“Trump, la trama rusa y México”, 31 de octubre) e Isabel Turrent en Reforma (“El nuevo Zar y sus trolls” ayer 12 de noviembre). La amenaza rusa no es ficción. Existen condiciones y motivos para que se intente una andanada de mensajes falsos en las campañas del próximo año en nuestro país. No se trata de un asunto que pueda atender la autoridad electoral que (por fortuna) no tiene capacidad ni facultades para regular contenidos en línea. Es un tema que hay que discutir con precisión, comenzando por transparentar las funciones de Russia Today conocida como RT, la agencia noticiosa de Putin, que tiene un canal de televisión en español y cuyos contenidos en redes sociodigitales han sido parte de las campañas conservadoras en otros países.