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El debate público

La Corte: imparcial para ser suprema

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

08/10/2015

Durante tras décadas, la coalición política hegemónica en México nos machacó con la cantaleta de que para que este país despegara y pudiera alcanzar los beneficios del desarrollo, se debía desmantelar al Estado de la época clásica del PRI. La excesiva participación pública en la economía, sobre todo en los llamados sectores estratégicos, —repetían—  era la culpable de la crisis económica y si se eliminaba el control estatal sobre las empresas de transportes, comunicaciones y energía, la inversión privada manaría como ríos de leche y miel sobre la patria para conducirla hacia el primer mundo.

Empero, después de treinta años de inhibición estatal y de apertura al dinero privado en comunicaciones, infraestructura y, más recientemente, en energía, lo que ha imperado no ha sido una mayor eficiencia ni la llegada masiva de inversiones, sino el estancamiento. Algo falló en la profecía neoliberal incumplida.

El Estado creado por los pactos políticos de 1929, 1938 y 1946 no es un modelo para ser añorado. Su fundamento era la venta de protecciones estatales particulares y la manipulación de la economía para la extracción de rentas en beneficio de los integrantes de la coalición de poder. Aunque el arreglo permitió un crecimiento notable durante una época en la que toda la economía mundial vivía una gran expansión, sólo benefició a los empresarios protegidos de la competencia, a los políticos que pactaban las protecciones, a los líderes sindicales y campesinos que administraban y controlaban las demandas populares y a los sectores superiores de la burocracia, mientras que reprodujo una desigualdad brutal y fue incapaz de sacar de la pobreza a más de la mitad de la población.

Desde luego, aquel Estado debía ser reformado, pero el cambio indispensable no residía meramente en desmontar la maquinaria de control de rentas en los sectores estratégicos de la economía; requería, de manera primordial, de la transformación de la arquitectura estatal para evitar su control por grupos estrechos de intereses. Hoy, con todas las reformas estructurales de los libros de texto neoclásicos realizadas, el Estado sigue siendo un botín de unos cuantos que venden sus servicios de manera personalizada en beneficio particular. El Estado mexicano es hoy casi tan patrimonialista como hace treinta años, cuando declinaba el monopolio del PRI, y su capacidad de generación de certidumbre y de dotar a la economía y a la sociedad con reglas impersonales, aplicadas de manera pareja a todos, sigue siendo pobre.

La principal reforma que quedó pendiente con la transición a la democracia fue la de construir un Estado de derecho sólido, no venal, capaz de impartir justicia de manera igualitaria y abierto a todos los grupos sociales, no sólo a los poderosos que pueden pagarlo. Un orden jurídico imparcial, basado en una legalidad clara, sin ambigüedades y sin sesgos particularistas, aplicado por una judicatura profesional, con gran capacidad técnica y con una instancia de constitucionalidad sólida, es la clave faltante para dar certidumbres de largo plazo a la sociedad y propiciar el crecimiento con justicia. El camino transitado para lograr esa gran transformación estatal, que en primer lugar implica librar los jueces de las influencias políticas partidistas y gubernamentales, ha sido mucho más lento que el desmantelamiento del aparato económico del viejo régimen.

En 1995, casi al mismo tiempo de la reforma electoral en la que cristalizó el nuevo pacto político, se dieron dos pasos cruciales para la transformación del aparato judicial: la creación del Consejo de la Judicatura —el cual sería poco después objeto de una contrarreforma propiciada por unos ministros reacios a perder el tradicional control clientelista de los jueces— y la transformación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación en un tribunal de constitucionalidad, indispensable para procesar la pluralidad política y para sustituir al añejo arbitraje del Presidente de la República, que había predominado durante el Porfiriato y había sido reeditado por las presidencias omnímodas del PRI.

El diseño de la Suprema Corte impulsado por el gobierno de Ernesto Zedillo no sólo le dio nuevas atribuciones de la mayor relevancia para resolver controversias constitucionales y recursos de inconstitucionalidad de las leyes, sino propició también un relevo escalonado de sus integrantes para garantizar que no fuera copada de golpe por el gobierno en turno. Sin embargo, la legitimidad del tribunal requiere también que sus integrantes lleguen sin sellos partidistas evidentes y sin sospechas de clara complicidad política o económica.

La Corte debe ser, sin lugar a dudas, un espacio plural, reflejo de la diversidad ideológica existente en la sociedad mexicana, pero las diferentes convicciones de los jueces constitucionales no deben ser confundidas con alineamientos partidistas que impliquen disciplina y lealtad. Si cada Presidente impulsa, con el apoyo de una coalición política en el Senado, a sus validos para ocupar los asientos del máximo tribunal, la fuerza social de sus decisiones quedará mermada. Los ministros no sólo deben ser honrados, sino parecerlo, pues la fuerza de la ley radica tanto en la aceptación social de su justeza como en la capacidad del Estado para garantizar su cumplimiento obligatorio.

Por eso resultaría un despropósito impulsar a un senador, elegido junto con el presidente en turno y por su mismo partido, como ministro, como antes resultó una burla aferrarse al nombramiento del amigo sin méritos para el cargo. Si los dichos repetidos en los mentideros se confirman y Peña manda a Raúl Cervantes en una terna pactada para hacerlo Ministro, el Presidente de la República estará haciendo una labor de zapa a la legitimidad del órgano del que debe emanar la fortaleza de todo el sistema judicial. La responsabilidad del ejecutivo es garantizar la autonomía y la neutralidad de la Suprema Corte, mientras que la del Senado es dar un debate de cara a la sociedad que evalúe los méritos de los postulados, sin que priven sus vínculos personales. ¿De verdad los senadores podrán dar esa discusión cuando un compañero suyo, que no ha perdido la condición de Senador de la República aunque tenga licencia, es uno de los evaluados?

Bien haría Peña Nieto en presentar ternas formadas por académicos, jueces y profesionales del derecho con trayectoria y sin claros alineamientos partidistas. Bien haría también en impulsar la ampliación de la presencia de mujeres en la Corte, en lugar de seguir minando la fuerza del poder judicial en un momento en que la reforma para pasar al sistema oral y acusatorio está en una etapa crucial. Por eso, más de 25 mil ciudadanos reclamamos al presidente y al senado una Corte sin cuotas ni cuates en una petición que sigue abierta para quien la quiera suscribir.