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El debate público

La culpa es de los políticos

José Woldenberg

Reforma

03/11/2016

Un pastor evangélico será el nuevo alcalde de Río de Janeiro y un presentador de televisión ganó las elecciones en Sao Paulo. Trump en Estados Unidos, la señora Le Pen en Francia y en su momento Berlusconi en Italia, han tenido un enorme éxito. En las elecciones presidenciales de este año en Austria ninguno de los candidatos de los dos partidos tradicionales (socialdemócratas y populares) llegó a la segunda vuelta. Quedaron en cuarto y quinto lugar respectivamente. ¿Hay algo en común en todos estos casos? Creo que sí. El desgaste de los partidos habituales, la retórica simple pero contundente de que todo es culpa de los políticos, que se requiere de redentores externos a «esa clase» y el discurso de que cada uno de ellos -que se presentan como el relevo necesario y óptimo- encarna las auténticas aspiraciones de los ciudadanos.

Esos fenómenos son subproductos de un ambiente intelectual-cultural que ve en los políticos -así en conjunto- la causa eficiente de todas las dificultades, rezagos, malestares. Ese bloque -el de los políticos-, escindido del resto de los mortales, no es más que un atajo de tontos, ineficientes y corruptos. Y ello por supuesto explica todos los males. Los problemas no aparecen como tales (difíciles de atender) pero los responsables son indudables.

Esa simplificación extrema pero exitosa intenta borrar (y lo logra en el discurso) las enormes complejidades en las que transcurre la vida política en un mundo globalizado y en el que la aspiración democrática parece ser hegemónica. Se destierra de la retórica todo aquello que intente captar la tortuosidad y los límites de la política para que las cosas sean simples y sencillas (por ello mismo parciales y mentirosas). Se trata de «explicaciones» que omiten, por ejemplo, a los grandes poderes fácticos que condicionan la labor de los políticos. Poderes como los financieros o mediáticos, que deberían ser regulados y modelados por los poderes constitucionales, y que tienen un peso gravitacional más que relevante en los circuitos de tomas de decisiones. (Curiosamente, existe la otra versión extrema: esos poderes fácticos serían los auténticos titiriteros y los políticos los títeres).

De igual manera, se omiten las limitaciones normativas, financieras, políticas e institucionales que constriñen la actuación de los políticos. Se supone que quienes tienen un cargo público solo pueden hacer aquello para lo que están facultados, que sus recursos son finitos, que no están solos en el escenario sino que lo comparten con corrientes y organizaciones que en muchos casos tienen diagnósticos e iniciativas contrarios a los suyos, y que la división de poderes y los pesos y contrapesos institucionales convierten al quehacer democrático en un laberinto difícil de cursar. Pues bien, todo ello es borrado del discurso porque lo haría inasible para «las masas».

Si a ello le sumamos, como diría Vargas Llosa, que la política de hoy se emparenta y explota los códigos del espectáculo, el círculo de la simplificación se comprime aún más. Se trata de ser -quizá por necesidad- vistoso, ocurrente, seductor, de satisfacer las pulsiones más primitivas del auditorio, de ganar votos a como dé lugar, aunque para ello se requiera gesticular con el mínimo común denominador de los prejuicios que flotan en el ambiente. Es un patrón que se impone por el impacto de las nuevas tecnologías y por la necesidad de conectar con el mayor número de personas. De esa manera, desde la propia política se nubla lo que está en juego en cada debate, en cada legislación, en cada programa, en cada votación. Sobra decir que en esa mecánica desaparecen los diagnósticos sobre los problemas, las dificultades para resolverlos, los dilemas que implican, y todo ello (análisis, propuestas, contradicciones), desterrado del discurso, es suplantado por arengas en donde la voluntad -las ganas o el carácter- lo es todo.

Habitamos sociedades aniñadas. Proclives a la simplificación y refractarias a asumir la complejidad, demandantes de arengas que establezcan con claridad los campos del bien y el mal. Y sobre esa pulsión se monta -en todo el mundo- una retórica pueril pero efectiva: la culpa es de los políticos, porque nosotros (el pueblo, la sociedad, el resto de la humanidad, el respetable) somos la fuente prístina de la virtud.