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El debate público

La estrategia de la confusión

 

 

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica 

22/10/2017

Abordemos un asunto crucial, uno que determinará el clima público en los siguientes meses: ¿los caudales de dinero y su corrupción asociada, determina los resultados electorales? Si nos atenemos a las miles de quejas de candidatos y partidos, y al discurso rampante en la prensa, la respuesta inequívoca es: claro que SÍ. Quien tenga más dinero para comprar votos (o sea, para determinar voluntades) ganará las elecciones —claro— ante los ojos ciegos o bizcos de la autoridad electoral.
Versión y circunstancia que permite hablar (ya desde ahora) de “elección de Estado”.
En mi opinión, va siendo hora de limpiar las anteojeras y mirar al fenómeno del voto con más detenimiento. ¿Cómo explicar que las encuestas sigan señalando al PRI —principal agente reconocido por su corrupción (principal, pero no el único)— como el partido que sigue gozando de la simpatía de millones?

Algunos, cómodamente, simplemente ignoran este dato que no cuadra con su propia cosmovisión. Otros lo han dicho con sus letras: los mexicanos toleran la corrupción, es más, es parte de su cultura (el Presidente Peña, sonríe). Se transmite así una leyenda negra de los ciudadanos-votantes: somos unos individuos indiferentes ante el descarado saqueo de las arcas públicas.

Pero, si la corrupción es parte de nuestro ADN y funciona, lubricada por carretadas de dinero ¿cómo explicar la derrota del PRI en Veracruz, Chihuahua ó Quintana Roo?

Porque el argumento es dudoso e incompleto. En primer lugar porque los ciudadanos —incluyendo los más pobres y marginados— no son zombis que se arrodillan ante la entrega de tinacos. Como lo ha demostrado el profesor K. Greene de la Universidad de Austin, con una abrumadora evidencia estadística, la compra de votos es un negocio de muy baja rentabilidad (Why Vote Buying Fails: Campaign Effects and the Elusive Swing Voter). En México, solo el uno por ciento de los votantes obedecen directamente la consigna del comprador, y esto tiene muchas implicaciones, nos ofrece muchas cosas en qué pensar.

Los ciudadanos tienen que transmitir tantos mensajes con una sola papeleta, que en muchas ocasiones lo que transmiten es muy difícil de codificar. Con un solo voto deben evaluar la corrupción, la política económica, la social, la de seguridad, la internacional, la personalidad o el atractivo de los candidatos, el empleo del cuñado, lo que dicen sus familiares, lo que comentan en la televisión, etcétera, y poner en la balanza tanto al gobierno como a la oposición. En ocasiones, un solo tema candente puede determinar el sentido del voto, pero se configura, precisamente en la campaña: lo que Clinton denominó, la “cuestión principal” ¿Pero qué pasa entonces con el resto de cuestiones? El voto es, un instrumento que se ejerce en medio de contradicciones y de limitaciones.

El segundo problema es la información. Ésta no está distribuida de forma equitativa y, generalmente, un grupo de ciudadanos sabe mucho más que el resto. Ante la ausencia de información o la presencia de información contradictoria, los votantes terminan echando mano de su afinidad ideológica previa. O sea: cuando no se sabe a quién creer, acaba en brazos de los “suyos”. La ideología acaba condicionando pesando más en la decisión de voto que cualquier otra cuestión.

Este hecho explica —creo— que los partidos (asesorados por malévolos publicistas y encuestadores) hayan optado por desencadenar “estrategias de confusión”, producir suficiente confusión para que sus votantes, a la hora de encontrar seguridades, tengan que recurrir a la ideología y, en consecuencia, reforzar a su base.

Volveremos sobre el tema…