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El debate público

La gota que derramó el vaso

Mauricio Merino

El Universal 

04/01/2017

El año inicia con el espíritu de la revuelta. Demasiados abusos y demasiados errores. Una gota de gasolina derramó el vaso de la tolerancia social, pero la lista de los agravios acumulados es mucho más larga y lo peor es que el gobierno ha perdido la brújula, el control y los argumentos. No estamos frente a un problema público más. Esto no es una coyuntura difícil a secas, sino una situación social y política mucho más grave.

La gente sabe que ha sido engañada y que, una vez más, acabará saldando con su trabajo los errores de cálculo y comunicación cometidos por sus gobiernos. El discurso con el que se vendió la reforma energética está completamente agotado: la verdad pura y dura es que los ciudadanos pagarán más por el uso de la energía y que el dinero que ganan valdrá mucho menos. Los retruécanos de la narrativa económica oficialista se diluyen en esos dos hechos simples y contundentes: todo es más caro y los sueldos no alcanzan. Punto.

Con toda razón, la gente percibe como una ofensa personal que los intermediarios políticos estén protegidos por el botín de los presupuestos. Los funcionarios de más alto rango ganan mucho dinero, se otorgan aguinaldos y bonos de escándalo, se mueven en vehículos oficiales, reciben subsidios para comidas y gasolina y cuidan su salud en instituciones privadas que se sufragan con el erario público. En consecuencia, hay una brecha insalvable entre la calidad de vida que se dan esos funcionarios y la forma en que vive la gente común y corriente; una brecha que se convierte en abismo cuando se mira hacia la gran mayoría que apenas sobrevive en el día a día.

Nada justifica esa diferencia de ingresos, pues la calidad de los servicios públicos que reciben los ciudadanos es deplorable, mientras los problemas que desafían nuestra convivencia siguen creciendo. Especialmente en materia de seguridad, donde otro conjunto de decisiones mal diseñadas no ha hecho más que complicar los frágiles equilibrios en que vivimos. Y en el camino, la sociedad sigue advirtiendo y sufriendo la corrupción que cruza por todas partes.

Nuestra clase política tampoco está respondiendo a la altura de esta situación. No sólo porque los partidos son vistos con desconfianza por la gran mayoría de los ciudadanos, sino porque mientras el país se encamina hacia otra crisis de final de sexenio —que en este caso podría convertirse en la crisis final de un régimen que no respondió a las expectativas creadas—, los políticos tradicionales sólo piensan en hacer su agosto de votos, medrando con el agravio y con la pobreza, bajo el lamentable argumento según el cual es mejor que el país se ahogue, para que ellos tiren el salvavidas. Una clase política que hace cálculos tan egoístas como suicidas.

Tampoco hay todavía una organización social suficiente para afrontar esta situación más allá de los lugares comunes, como el boicot al que ya se está llamando a través de las redes sociales, sin más destino que hacer catarsis del enfado social. Pero sí existe, en cambio, el riesgo inminente de que el agravio se convierta en violencia y ruptura social. Insisto en que no estamos ante una coyuntura difícil, sino ante una amenaza mayor.

Dada esta situación, creo que es urgente llamar a la acción pública y tratar de ponernos de acuerdo. ¿Quiénes? Quienes todavía creamos que el Estado nos pertenece a nosotros y no a los intermediarios políticos que lo han hecho añicos; que la democracia es nuestra, de los ciudadanos; y que, a pesar de todo, aún es posible hacer valer nuestros derechos igualitarios. La gota petrolera ha derramado los vasos de la tolerancia política, pero es preciso darle cauce y contenido a ese agravio. Que en este 2017 no se deshaga la República depende de nosotros y de nuestra capacidad de reivindicar el verdadero sentido de la política. Que así sea.