Categorías
El debate público

La movilización y sus sinsentidos

Rolando Cordera Campos

La Jornada

19/02/2017

 

La calidad y la cantidad de la marcha del domingo pasado ha dejado muchas lamentaciones. No haber podido cuajar una convocatoria sencilla y creíble para caminar juntos podría ser una explicación a la mano. Contra Donald Trump y en defensa de nuestros compatriotas en Estados Unidos era el tema de la movilización dominguera, pero no ocurrió así ni antes ni durante la caminata y sigue sin ocurrir después de lo ocurrido… que no fue tan malo, por cierto.

Debajo de estos frustrantes resultados hay una corriente continua que pocos o nadie está dispuesto a reconocer y los organizadores de plano se niegan a asumir: esta sociedad se quedó en medio de su larga marcha por convertirse en una comunidad democrática con plenos derechos, pero también con exigentes obligaciones para tejer deliberaciones plurales, indispensables en concordancia con las igualmente necesarias capacidades de juicio, que son irremplazables para hacer de la democracia una práctica formal y cotidiana, que marque la convivencia de los buscadores de poder y, sobre todo, la de éstos con el resto de la sociedad.

Nada de esto se logró implantar como costumbre, no digamos como cultura, en estos más de 20 años de pluralismo político y libertad de expresión y asociación efectiva y no sujeta al arbitraje inapelable de los que mandan en el Estado e incluso en la empresa capitalista. Lo que ha ocurrido es una especie de estancamiento a la mitad del camino, con el resultado de una confusión mayúscula en cuanto a los valores y los criterios de evaluación que debería poner en práctica la sociedad civil y buscar siempre perfeccionar la esfera política plural y diversa que emergió de la larga marcha de la política reformista, que aterrizó en 1997 con la pérdida del Partido Revolucionario Institucional (PRI) de su mayoría en la Cámara de Diputados y del gobierno de la capital.

Grandes acontecimientos sin duda que, sin embargo, no hicieron época. No derivaron en el fortalecimiento del pluralismo originario ni en un proceso consistente y compartible de reforma del Estado y del ejercicio del poder. Más bien ocurrió lo contrario. Todo devino procesal, y lo procesal devino normativo hasta traernos a este triste panorama configurado por los diputados y sus partidos en lo tocante a la renovación del Consejo General del Instituto Nacional Electoral y siglas que lo acompañan, como si la única manera de asegurar que este organismo y sus auxiliares más o menos funcionen resida en poner entre paréntesis la Constitución y sus mandatos, como lo ha reseñado recientemente María Marván en Excélsior.

Que a estas alturas de nuestra vida democrática topemos con imperfecciones tan grotescas como ésas y otras da cuenta no de las imperfecciones del proceso institucional, concebido y no muy bien actuado y asumido por los actores principales del drama. Militantemente indispuestos a reconocer y asumir las obligaciones que ellos mismos se impusieron, los partidos viven y recrean una burbuja adánica, sin historia y que pretenden sin consecuencias; inspirados quizá por la bienaventurada figuración de que todo se arreglará en tiempo y forma, como solían decir los lagartos y dinosaurios del pretérito perfecto del autoritarismo mexicano. Y no hay duda de que algo, no deleznable, les acompaña.

La capacidad movilizadora de la sociedad mexicana es elemental y no está a la altura de las difíciles coyunturas, tal vez críticas, que encara ya y encarará con mayor intensidad pronto el mecanismo central que articula la relación de la economía con la política y de ambas con el resto de la comunidad. Esto es lo que sacó a la superficie la marcha del domingo: una sociedad civil epidérmica y frágilmente organizada, sin adjetivos ni objetivos, poco arraigada en el conjunto del mapa de relaciones sociales donde se procesan las contradicciones y los humores comunitarios. Infortunadamente, también dio cuenta de la pobreza de capacidades organizativas, movilizadoras y discursivas de que la sociedad organizada dispone, para no referirnos aquí a la verdadera tragedia en que ha devenido el sistema político, en el que los partidos habrían de ser los protagonistas por excelencia y han devenido en lamentable archipiélago prebendario.