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El debate público

La niña que —de madrugada— despierta para ponerse sus zapatos

 

 

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica

28/01/2018

Hay, en la Ciudad de México, una necesidad psíquica, anímica, singular. Los damnificados, casi todo afectado, quiere que las autoridades “pasen a su casa”, que testifiquen y reconozcan las consecuencias trágicas de la sacudida del 19 de septiembre.

De ese modo, después de haber penetrado a no se cuántos departamentos o casas (he perdido la cuenta), siempre acompañado de una sombra triste en los hombros, me han contado historias como éstas.

Desastre y tecnología televisada. En vivo, desde el piso 14 de un edificio icónico de la Colonia Doctores, los bomberos transmiten con cámara portátil el escrupuloso rescate de pertenencias, muebles y documentos de la gente que espera ansiosa a pie de calle. La escalera se parte en dos, desde el piso 11 y aún así, en vilo, hay que seguir para alcanzar la azotea y los últimos pisos. Se trata de recuperar los documentos históricos del edificio derruido y de rescatar lo que quedó para los habitantes de esa ruina altísima.

 El video rebela que en el piso más peligroso de la torre, con gran riesgo, hubo rapiña de muebles, enseres, televisores, lavadoras y refrigerador ¡a 40 metros de alto! Al enterarse, la propietaria sufre un segundo derrumbe: ha perdido el trabajo, ha esperado cuatro meses, su propiedad será demolida y a continuación contempla el robo de lo que ha comprado con el esfuerzo de toda su vida.

Saltan las sospechas de los vecinos entre sí y sobre todo, sospechas hacia los lavacoches, viene-viene y otros actores menores del barrio que sin embargo fueron pagados por los propios condóminos —arriesgando su vida— para rescatar las pertenencias, durante los días subsecuentes del temblor. Pobres que han alquilado a más pobres, quienes aprovechan la circunstancia de su menosprecio. Oscar Lewis (“Los hijos de Sánchez”, ¿recuerdan?) desternilla las muelas de su calavera.

En contraste desde la colonia Álamos, escucho la historia de una escuela primaria aglomerada, ocupada por mil 200 niños, que vivió el terremoto con un edificio hechizo, mal “reforzado” luego de 1985.

El recinto es de tiempo completo, desde las ocho hasta las cuatro de la tarde. El terremoto provoca extraños y múltiples estragos en el predio: se “abomba” 40 centímetros la cancha de basquetbol; grietas aparecen por todas partes, en los salones más antiguos; la conserjería debe ser demolida; el edificio de al lado, desde su piso cuatro, se recarga sobre la escuela y los niños deben seguir su curso en campamentos exactamente a la mitad de los patios.

Pero lo que cuentan las madres de los niños es extraordinario: todos los maestros se hicieron cargo de sus aterrorizados alumnos —de seis a 12 años— haciendo bromas, juegos, abrazando e inventando actividades en espera del último padre de familia que desde su trabajo llegó por su hijo caminando, la tarde misma del temblor. Ninguna maestra, ningún profesor, abandonó ese frágil barco sino hasta entregar sano y salvo al último de sus alumnos… luego las profesoras y maestros estallan en llanto, dejan de fingir y emprenden, ellos mismos, la caminata para encontrarse con sus propios hijos.

En Tláhuac, esa misma tarde, como todas las demás, Gisela dejó a su pequeña de seis años al cuidado de su hermano mayor (de nueve), para salir por su tercer hijo al colegio. Comienza el cataclismo, la casa se parte, desde el subsuelo y en la sala aparecen las grietas, hoyos y paredes rotas en medio del estruendo de tierra que acompañó al temblor. Los dos niños —solos— se abrazaron llorando hasta el regreso de mamá.

Desde ese día, Claudia, la niña, adquiere un miedo raigal. Aunque ríe, juega y ya regresó a la escuela, algo muy profundo en su psique no se ha recuperado.

Su madre la llena de cuidados, de besos, de seguridades esenciales. A medianoche, desamarra las agujetas en una casa alquilada para que la pequeña por fin duerma cómoda. Pero Claudia, lo acaba sintiendo. Desde la noche del 19 de septiembre, cada hora, se despierta siempre, y lo único que quiere es recuperar su calzado, para estar segura, preparada y salir corriendo.

Ha asimilado la certeza sísmica, ha escuchado a su madre, a los vecinos, la radio y la televisión y sabe que en su casa, en su colonia, volverá a temblar. Por eso, por instinto, sobrevivencia, dura experiencia y seguridad, esa niña de seis años no puede dormir ya sin ponerse sus zapatos.