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El debate público

La responsabilidad de proteger

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica

26/08/2018

 

Dice Madeleine Albright en su libro Fascismo que los “sucesores espirituales de Hitler y Mussolini han vuelto por sus fueros de la mano de su prejuicio favorito”: los otros, los extranjeros, los inmigrantes, los que vienen a irrumpir en nuestra vida diaria, en nuestra tradición y con sus pies manchan nuestra nación sacra.

No habla de “populismo”, se trata de fascismo. Trump, en primer lugar: su triunfo es el ascenso colérico de esa pulsión anti-extranjera (sobre todo, antimexicana) instalada en una parte de la sociedad estadunidense.

Y la misma pulsión se expande a Europa. Tenemos al señor Viktor Orbán, quien sacó adelante un paquete de leyes que criminalizan a los ciudadanos húngaros que brindan ayuda a los inmigrantes irregulares, incluso si la ayuda consiste nada más que en informar.

Del brexit inglés ni hablar, pero tienen ustedes al señor Salvini —ministro del interior en Italia— negando el acceso a todo aquel que venga de África. Polonia camina en ese sentido, con Austria; mientras Alemania y España deben moderar su discurso abierto y europeísta, para no perder votantes.

México no es un país que inspire a nadie, pues somos un país que maltrata a los centroamericanos por consigna, complacencia y “cooperación” con Estados Unidos, además de la gracia de su delincuencia masiva que los usa, exprime y extorsiona. Pero en nuestro hemisferio la situación adquiere un feo empujón con el éxodo venezolano (por los mismos motivos) en Colombia y Brasil, donde el fenómeno de la inmigración es utilizado electoralmente. Ya se sabe: ganar votos dada la ira contra esos extranjeros que vienen a arruinar —aún más— las cosas.

En Pacaraima, una pequeña ciudad limítrofe con Venezuela, bandas de brasileños destruyeron hace una semana los campamentos improvisados de centenares de inmigrantes, mientras la tensión fronteriza aumenta. Casi 2.5 millones de venezolanos están huyendo de su país desde 2016. Y sabemos de tragedias parecidas en Siria, Marruecos y buena parte de África.

Lo sabemos: la globalización es buena, siempre y cuando no se trate de personas.

Es aquí, donde adquiere un sentido nuevo la proposición del fallecido Kofi Annan, ex secretario general de la ONU, quien pensó en algo que en estos días sigue siendo extravagante: la condición de ciudadanos globales.

Murió esta semana pero —creo— su legado no ha sido bien discutido. Al hombre le tocó lidiar con la más difícil de las decisiones internacionales en este siglo: la intervención en Irak, una situación extrema que llamaba a una pregunta radical: ¿Qué hacer con los países que te afectan o te tocan: democracias o dictaduras? Casi todo el mundo responderá: ¡claro, democracias! Pero, ¿esto nos impele a fomentar la democracia en los países que no son el nuestro? ¿O sólo estamos obligados con nosotros mismos y sólo tenemos intereses dentro de las fronteras de nuestra propia nación-Estado?

Kofi Annan se hizo cargo de esa cuestión. En nombre de las soberanías nacionales ¿debemos ser indiferentes a que los gobernantes de otro país opriman, torturen y asesinen a sus opositores, grupos étnicos o religiosos dentro de las fronteras de su Estado?

La elaboración del africano iba en el sentido de preparar los protocolos y las reglas que —legítimamente— permitirían intervenir en tierra ajena. Pero era consciente del otro lado de la moneda: ¿qué obligaciones tienen los Estados y los ciudadanos cuando las personas de otras naciones llegan a tu país escapando de situaciones insostenibles e inhumanas?

La “responsabilidad de proteger” adquiere otro sentido. Ya no meter las narices en otra geografía, sino ofrecer las mejores condiciones a los que abandonaron su casa para ofrecerles parte de la tuya.

El sentido contrario sigue siendo mucho más polémico, sobre todo por los resultados en Irak (voy a tu casa, hago saltar el tablero de la política nacional para que tu propio hogar sea más habitable), cuyo resultado fue un desastre. Pero ¿si tocan a tu puerta, desnudos en su desamparo? Aquí la condición humana se quiebra ante un dilema mayor: te recibo y te protejo o mis problemas son bastantes grandes como para echarme encima el tuyo.

Para Albright allí está la puerta que distingue la pulsión democrática de la pulsión fascista: por un lado la hospitalidad (la máxima de las virtudes, según Sócrates) o el retraimiento nacional y el sálvese quién pueda. Un dilema que no es absoluto, admite grados (tantos días, tanto puedo darte, tanto puedo ofrecerte para paliar tu desgracia), pero constituye una de las bases de la convivencia humana en las primeras décadas del siglo XXI.