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El debate público

La sinrazón identitaria: lecciones catalanas

 

 

 

 

 

 

Pedro Salazar Ugarte

El Financiero

04/10/2017

Aterricé en Madrid –todavía sacudido por dentro y por fuera por el terrible terremoto y sus nefandos efectos en nuestro país– el domingo 1 de octubre, justo el día del polémico referéndum independentista en Cataluña. Un par de días después tengo más dudas que certezas de los derroteros de esta profunda crisis política, pero también atesoro algunas impresiones concretas.

Antes de delinear esas apreciaciones prefiero dejar constancia de un par de convicciones personales: como soy un universalista, desconfío de los nacionalismos y, por lo mismo, la única independencia que me convoca es la emancipación que conlleva a la garantía de los derechos de todas y todos. Para mí, aquello de los pueblos, las naciones, el “nosotros” contra los “otros” es motivo de preocupación y no me convoca a ninguna adhesión real o simbólica. Lo mío no son los clanes sino las personas. Mucha violencia ha derramado por el mundo el artificio de la identidad y sus efectos, así que observo los movimientos gregarios con profunda desconfianza.

Por eso lo primero que me acongoja es el nacionalismo español que se despliega frente al nacionalismo catalán. Lo que recabo de la prensa, los telediarios, las tertulias y los balcones de varios edificios –adornados con banderas rojigualdas– es la reivindicación de una identidad nacional que reproduce los resortes del catalanismo con equivalente virulencia y antagonismo. No es menor que, después de los acontecimientos del domingo, el principal terreno de disputa sea el papel de las fuerzas del orden. Desde el gobierno nacional –y sus voceros en los medios– la intervención violenta de la Guardia Civil fue necesaria por la inacción de las fuerzas del orden catalanas, los Mossos d’Esquadra. En contrapartida, para las autoridades de Cataluña, el gobierno nacional actuó con violencia inusitada. Fascistas y nazis se han dicho y se siguen diciendo unos a otros en estos días. Así, sin más.

De hecho, la disputa ha adquirido tonos delirantes: en tres localidades catalanas –Pineda del Mar, Calella y Reus– los pobladores vilipendian a la Policía Nacional y a la Guardia Civil afuera de los hoteles en los que se encuentran hospedados por considerarlos “fuerzas de ocupación” y, en contrapartida, el ministro del Interior de España, Juan Ignacio Zoido, advierte que esos hechos serán investigados como posibles discursos de odio y discriminación. “¡No sois bienvenidos!” les habrían gritado los vecinos enardecidos. No mucho más. Pero, para los comentaristas del oficialismo, eso es un “odio inadmisible”. Así va escalando la disputa y de uno y otro lado la sinrazón va exhalando una pócima envenenada.

El tema de la ilegalidad del referéndum es interesante. En efecto, lo era. La razón es técnicamente simple: el Tribunal Constitucional lo había calificado como tal. El problema es que su ilegalidad no inhibe su existencia. A diferencia de lo que declaró la vicepresidenta del gobierno español –”Al ser incompatible con nuestras normas del estado de derecho, el referéndum no se podía celebrar ni se ha celebrado”–, es imposible negar que un par de millones de personas salieron a votar. Jurídicamente no será un referéndum –eso es atinado–, pero políticamente es un fenómeno del que hay que hacerse cargo. El dilema reside en cómo hacerlo.

Con cierta timidez, dentro y fuera de España, algunas voces convocan al diálogo político. Pero son más y más insistentes las que piden que el gobierno nacional active el artículo 155 de la Constitución española, que advierte que: “Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el gobierno, previo requerimiento al presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general”.

¿Qué significa exactamente “las medidas necesarias” y qué implica “obligar al cumplimiento forzoso?” No lo sé, pero si Puigdemont –presidente de la Generalidad de Cataluña– anuncia la independencia unilateral en estos días, tendremos que enterarnos. Y temo que podría ser algo terrible si tomamos en cuenta a las miles de personas que salieron a las calles en Cataluña el día de ayer. El choque de las intransigencias podría atrapar a muchos ciudadanos y ciudadanas inocentes, que no son de aquí ni son de allá, pero que están en búsqueda –y nunca entenderé por qué– de una identidad que, en realidad, ya tienen. Y si no, ¿qué importa?