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El debate público

La sociedad de las apariencias

 

Raúl Trejo Delarbre

La Crónica

24/04/2017

La confusión se atraviesa a cada paso, en cada caso. El gobernador que ejemplifica la corrupción más cínica es detenido y, en vez de discutir los mecanismos que le permitieron apropiarse de tanto dinero público, o la condescendencia de las fuerzas políticas del país que le consintieron saquear y amedrentar durante años, la opinión publicada se concentra en derivaciones baladíes.

Llevamos horas de transmisiones y líneas ágata (así se les decía antes) destinadas a la especulación sobre la sonrisa de Javier Duarte. Los más suspicaces aseguran que se trata de una expresión burlona y desafiante. Otros reconocen simplemente el gesto de un sujeto aturdido. Para dirimir ese primordial dilema, hay quienes acuden a pretendidos especialistas en lenguaje gestual. A final de cuentas da lo mismo. Duarte está y debiera seguir preso, el Estado tendría que localizar y confiscar el dinero que se robó, sus cómplices debieran ser enjuiciados. Después de todo ello, nos tendría que tener sin cuidado la expresión de ese desagradable personaje.

La confusión se desborda en variados campos. Ahora la decisión de un comité de expertos en asuntos artísticos —que, sin embargo, dicen que no tomaron en cuenta criterios de esa índole— ha abierto las puertas del Museo Universitario de Arte Contemporáneo, MUAC, a una obra de dudoso valor plástico.

Se trata del anillo sobre el cual está montado un diamante hecho con las cenizas del arquitecto Luis Barragán. En septiembre de 2015 una estadunidense llamada Jill Magid, que se presenta como “artista conceptual”, convenció a un sobrino de Luis Barragán para que permitiera la exhumación de las cenizas de ese destacado arquitecto que estaban depositadas en la Rotonda de los Jaliscienses Ilustres en Guadalajara. El arquitecto Barragán murió en 1988.

Con esas cenizas, Magid mandó fabricar un diamante. El anillo con esa piedra se lo ofreció a una historiadora que radica en Suiza cuyo marido compró años antes, para regalárselos, los archivos del arquitecto Barragán. La intención de canjear el anillo por los papeles fue la coartada simbólica, o política, para justificar el uso de las cenizas del arquitecto. Los propietarios suizos de los archivos no respondieron a esa estrafalaria propuesta.

La sustracción de las cenizas de Barragán ocurrió en contra de la voluntad de la mayor parte de sus herederos y gracias a la anuencia de funcionarios del ayuntamiento de Guadalajara y del gobierno de Jalisco. Ese uso de los restos del arquitecto lo dio a conocer, en agosto pasado, la revista New Yorker.

La decisión de convertir en joya las cenizas de uno de los arquitectos más relevantes del siglo XX, ganador del Premio Pritzker en 1980, fue controvertible y posiblemente ilegal. En todo caso, fue absolutamente contraria a las posiciones estéticas y éticas que él sostuvo.

Barragán era muy cuidadoso y exigente con el uso de sus obras, rechazaba la mercantilización burda de su trabajo y su aprovechamiento con tintes de espectacularidad. En 1987, por ejemplo, él y su socio, el arquitecto Raúl Ferrera, demandaron a Televisa por la realización de varios programas sobre la obra de Barragán que él no autorizó a pesar de que dicha empresa había firmado un contrato donde se comprometía a tomar en cuenta sus puntos de vista. En opinión de los demandantes, aquellos programas eran “de pésima calidad artística” y afectaban la imagen pública de la obra del arquitecto (Conocí de cerca la presentación de esa demanda porque, a petición de ambos arquitectos, los asesoré acerca de la situación de la empresa televisora).

Se necesitan criterios demasiado heterodoxos, por decirlo de alguna manera, para considerar que el anillo en el que fueron convertidas las cenizas de don Luis es una obra de arte. Las fronteras entre el arte y la superchería han llegado a ser demasiado frágiles, pero aún así, el valor estético de esa obra de Magid, así como su origen, hace discutible su exhibición en un museo que se sostiene con recursos públicos.

Con ironía, la especialista en artes plásticas Blanca González Rosas escribió que podría tratarse de “arte posverdad, arte de la posverdad o posarte”. En esta era de la posverdad, como se ha denominado a la proliferación de noticias falsas, imposturas como la de Magid podrían ser denominadas, simplemente, fake art. De acuerdo con González Rosas: “En el escenario del arte contemporáneo, la posverdad se manifiesta a través de prácticas que a pesar de que se ven y entienden como absurdas, vacuas o escandalosas, llegan a percibirse como una verdad artística gracias al control del espectáculo y a la manipulación del saber que ejercen sus creadores y promotores. Apoyadas por el entusiasmo mediático, la perplejidad de los comentaristas de arte y el consumo aspiracional de experiencias artísticas primermundistas, estas prácticas logran significarse como arte aun cuando sólo son la apariencia de una verdad artística. En resumen, un arte posverdad” (Proceso, 15 de abril).

En otras palabras, arte impostado, embustero, fraudulento. Incluso el curador del MUAC y corresponsable de la decisión para exhibir el anillo, Cuauhtémoc Medina, ha admitido que el anillo no tiene valor artístico: “La obra de arte no es el diamante… la obra de arte es la propuesta de intercambio de este diamante por la propiedad del archivo profesional de Luis Barragán” (Excélsior, 19 de abril).

La obra de arte, entonces, es el pretexto que utilizó Magid para tomar las cenizas y someterlas a un proceso de compresión para convertirlas en diamante. El “arte” se encuentra en la coartada, se le adjudica trascendencia artística a una ocurrencia. El arte es reemplazado por otras consideraciones.

Es entendible, y deseable incluso, que el arte cuestione, que sea exigente, que resulte provocador. Pero de la transgresión a la simulación no hay gran distancia, sobre todo cuando no es la calidad, sino la utilidad de una obra lo que define, para algunos, su valor artístico.

El Museo Universitario señala que con la exposición de Magid, de la cual forma parte el anillo, “el MUAC abre el debate político y ético sobre las condiciones presentes y futuras de la transferencia de la cultura patrimonial de un modelo de estado-nación a uno de entidades corporativas”. Quizá esa muestra da pie para discutir la mercantilización de la cultura, pero no en el sentido que buscan los directivos del Museo.

El arte contemporáneo está repleto de vivales que proponen obras que van de lo burlesco a lo grotesco. Uno de los personajes más notorios en esa antiética suplantación de la estética por el negocio ha sido el británico Damien Hirst.  Ese individuo es conocido por montajes como la colocación, dentro de una caja de cristal, de una cabeza de vaca putrefacta con larvas y centenares de moscas. Hirst ganó notoriedad y mucho dinero cuando algunos coleccionistas se dejaron engatusar, o le siguieron el juego, y pagaron millones de libras por obras como esa.

Cuando el legendario crítico de arte Robert Hughes (citado en una reseña de Jesús Silva-Herzog Márquez) estaba delante de una escultura de Hirst, exclamó: “¿No es un milagro lo que tanto dinero y tan poco talento pueden producir? Simplemente extraordinario. Cuando veo algo como esto me doy cuenta de que buena parte del arte —no todo, gracias a Dios, pero mucho— se ha vuelto simplemente un tipo de juego repulsivo para la autopromoción de los ricos e ignorantes”.

Las obras de Hirst han tenido éxito gracias al derroche y la ignorancia, o quizá en algunos casos al cálculo financiero, de coleccionistas privados que incrementan su precio de manera repentina y artificial. Que eso suceda en las galerías privadas es lamentable, pero se trata de negocios particulares. Pero que la mascarada de Magid sea respaldada por el museo de una Universidad pública resulta, por lo menos, inquietante. Está bien que en la Universidad se expresen todas las corrientes artísticas. Pero sin contexto crítico alguno, sin contrastes y a contracorriente de la discusión sobre el malhadado anillo, a la mamarrachada de Magid se le consagra como obra artística.

Lo peor es el éxito promocional que incluso antes de ser exhibida tiene, por grotesca, la obra de Magid. Juan Villoro, autor de varios textos que cuestionan la conversión en joya de las cenizas de Barragán, apunta: “Una última paradoja: lo banal se enriquece con la polémica; cuestionar la obra de Magid es una forma de mejorarla” (El País, 21 de abril). Lo que queda es, desde el examen crítico, señalar esa confusión entre la creación artística y la simulación.