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El debate público

Las campañas huecas

 

 

 

 

 

 

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

18/01/2018

Era de esperarse: las campañas electorales –que todavía deben llamarse precampañas, aunque todo mundo en el país de las ficciones aceptadas sepa que se trata de un subterfugio para violar la ley, de suyo absurda– han sido meros espectáculos de promoción personal de los candidatos que todavía no pueden considerase tales, aunque todo mundo sepa que ya lo son, en la lógica cantinflesca de la vida pública nacional.

Solo el candidato sempiterno habla diario de los problemas nacionales y elabora propuestas para enfrentarlos. Puede que en ocasiones se trate de meras ocurrencias o que en otras diga disparates sin ton ni son; también suele repetir consignas gratas a sus potenciales aliados, como aquella de que va a echar atrás “la mal llamada reforma educativa” con la que pretende congraciarse con el magisterio inconforme. El hecho es que es el único de los contendientes en la liza que está planteando intenciones de gobierno frente a los grandes temas que preocupan a la sociedad. A mí en general no me gustan sus soluciones. Me parecen simplonas o evidentemente equivocadas, como su proyecto de creación de una Guardia Nacional que unifique a los cuerpos de seguridad del Estado para enfrentar la crisis de violencia e inseguridad, pero el hecho es que Andrés Manuel López Obrador está exponiendo su agenda, mientras sus adversarios pierden todos los días la oportunidad de polemizar con él, de hacer ver que tienen algo de lo que presumen sin demostrarlo: mayor capacidad técnica, en el caso de Meade, o un proyecto más liberal y democrático, como pretenden algunos de los seguidores de Anaya, sobre todo los que lo apoyan desde la izquierda.

Pasadas ya las fiestas decembrinas, resulta cansino y francamente tonto el anuncio del candidato del PRI junto a su mujer expresando buenos deseos de temporada, mientras Anaya se disfraza de amarillo, color poco combinable con su azul tradicional. Pero fuera del juego de imágenes solo queda la oquedad; discursos insustanciales que se vuelven repelentes o simplemente tediosos y que no mueven a entusiasmo alguno, mientras López Obrador se mueve por el país como un santón salvador de la patria que saca de su zurrón, una tras otra, soluciones mágicas, producto de su voluntad de acero bien templado, para cualquier problema económico, político y social.

Meade se muestra aturullado: no sabe qué decir o cómo decirlo; es evidente su falta de oficio político, formado como está en los entretelones de la burocracia, donde lo que domina, en todo caso, es la politiquería. No ha sido capaz de esbozar un proyecto propio y no ha hecho otra cosa que lastrar su campaña con el apoyo de los sectores más retrógradas del partido que lo ha hecho suyo, como él mismo le pidió en el momento inicial de su postulación.

Frente a los temas relevantes del debate nacional, el priista que niega serlo no ha hecho otra cosa que mostrarse como garantía de continuidad de la actual coalición de poder, sin hacerse cargo de la impopularidad de sus valedores, empezando por el propio presidente Peña Nieto. Frente a la conspicua corrupción de buena parte del gobierno del que ha formado parte no ha dicho ni mu, a pesar de que una de sus pretendidas ventajas competitivas es su trayectoria de honradez. Su supuesta superioridad como un técnico bien formado se desdibuja en lo insípido de su oferta.

Anaya, por su parte, está entrampado en el acto de equilibrismo que supone mantener la difícil coalición que lo postula. Apoyado por dos partidos quebrados, que se desgajan cotidianamente, con cuadros relevantes del PAN más dispuestos a apoyar a Meade y personalidades del PRD que se suman día a día a la candidatura de López Obrador, no hace sino moverse en la ambigüedad de un discurso sin sustancia, incapaz de sumar a la sociedad civil que ha pretendido seducir sin éxito. La imprecisión retórica se corresponde con la falta de determinación mostrada para lograr la actuación concertada de los legisladores de su partido en temas tan relevantes como la presentación de la acción de inconstitucionalidad contra la Ley de Seguridad Interior o la creación de una fiscalía eficaz y realmente autónoma. Poco verosímil resulta como opción transformadora Anaya cuando no es capaz de mover a su propia organización para terminar la construcción del Sistema Nacional Anticorrupción.

Ni Anaya ni Meade tienen la especial capacidad de López Obrador para atraer seguidores, pero lo que la naturaleza no les concedió lo podrían suplir con inteligencia y con propuestas sustanciosas. En cambio, lo único que muestran es su falta de imaginación y de ideas innovadoras. No todas las campañas exitosas son producto de la personalidad de los candidatos: puede hacerse de la necesidad virtud y suplir el carisma con proyectos audaces, atractivos a veces por excéntricos. En cambio, los dos retadores se muestran aburridos, poco simpáticos y, sobre todo, huecos.

Es increíble cómo López Obrador les está marcando el ritmo y la agenda. Su larga experiencia en el terreno muestra a sus adversarios como bisoños que difícilmente lograran recortar la ventaja que les ha tomado, a pesar de ser también el aspirante que más repulsas genera. ¿Dónde están en esta campaña los spin doctors, los genios en estrategia capaces de construir una narrativa positiva en torno a los candidatos? Nunca los políticos mexicanos han sido especialmente duchos en eso de la polémica retórica, pues el cantinfleo es la marca del discurso nacional, pero es lamentable la falta de capacidad de respuesta a un oponente tan refractario a aceptar el conocimiento experto y tan proclive a presentar a su propia e inquebrantable voluntad como la varita mágica capaz de desfacer todo entuerto.

Tal vez los estrategas de campaña de Meade puedan pensar que las clientelas cautivas del PRI y las trapacerías acostumbradas puedan meter a su candidato a la final de la competencia, pero Anaya no puede apostar a voto duro alguno, apuntalado como está por dos cascarones que se desmoronan. Al menos él debería estar preocupado por encontrar una voz propia que lo saque de la irrelevancia. De otra manera, estaremos condenados al triunfo de López Obrador.