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El debate público

Las elecciones, un mercado

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

03/08/2017

 

Hace unos días leí un curiosos artículo sobre un economista español, Víctor Gómez, quien sostiene la hipótesis de que la primera burbuja especulativa registrada en la historia, antes de la de los tulipanes en Holanda, se produjo en el mismo siglo XVII en España en torno a la venta de los cargos públicos.

Para enfrentar la crisis fiscal en la que se había sumido, debido al gasto conspicuo de los monarcas y las constantes guerras en las que se involucraron, además del monstruoso crecimiento del empleo público, demandado por una población sin otras opciones laborales en una economía dominada por los privilegios monopolísticos, la Corona española optó por vender los cargos públicos también como privilegios reales.

Según ha investigado Gómez, los precios pagados al rey en los tiempos de Felipe IV por un cargo de regidor podían equivaler a 850 años del salario formal del puesto. Obviamente, la tasa de retorno esperada no se basaba en los emolumentos legales, sino en la expectativa de explotación privada del privilegio, como producto de la venta de protecciones particulares y de la negociación de las interpretaciones favorables de la ley, además de otros negocios potenciales propiciados por la utilización patrimonial de la prebenda comprada.

Octavio Paz, en El ogro filantrópico, narra un pasaje ilustrativo:

Durante la regencia de Mariana de Austria, el privado de la reina, don Fernando Valenzuela (el Duende de Palacio), en un momento de apuro del erario público decidió consultar con los teólogos si era lícito vender al mejor postor los altos cargos, entre ellos los virreinatos de Aragón, Nueva España, Perú y Nápoles. Los teólogos no encontraron nada en las leyes divinas ni en las humanas que fuese contrario a ese recurso. La corrupción de la administración pública mexicana, escándalo de propios y extraños, no es en el fondo sino otra manifestación de la persistencia de esas maneras de pensar y de sentir que ejemplifica el dictamen de los teólogos españoles. Personas de irreprochable conducta privada, espejos de moralidad en su casa y en su barrio, no tiene escrúpulos en disponer de los bienes públicos como si fuesen propios. Se trata no tanto de una inmoralidad como de la vigencia inconsciente de otra moral: en el régimen patrimonial son más bien vagas y fluctuantes las fronteras entre la esfera pública y la privada, la familia y el Estado. Si cada uno es el rey de su casa, el reino es como una casa y la nación como una familia. Si el Estado es el patrimonio del rey ¿cómo no va a serlo también de sus parientes, amigos, sus servidores y sus favoritos? En España el primer ministro se llamaba, significativamente, Privado.

En efecto, esta concepción patrimonial de lo público forma parte esencial de la trayectoria institucional de la que México es dependiente. Evidentemente, el comprador del virreinato de la Nueva España llegaba a la ciudad de México, después de un viaje nada cómodo desde la metrópoli, con la expectativa de recuperar con creces su inversión. Esta idea de lo público como ámbito privilegiado para obtener beneficios privados ha imperado desde entonces en el mapa mental de la sociedad mexicana.

Al igual que aquel regidor dispuesto a pagar 382,352 reales por un puesto cuyo sueldo oficial solo llegaba a 450 reales al año, o aquellos virreyes dispuestos a invertir sus ahorros en la aventura colonial, hoy los políticos mexicanos calculan obtener ganancias ingentes de lo invertido para lograr una candidatura y durante la campaña electoral correspondiente. El grotesco espectáculo escenificado en los meses previos a cada comicio, ya sea municipal, legislativo, estatal o nacional, donde candidatos y partidos destinan cantidades obscenas de dinero para conseguir votos, es la muestra más clara de la perspectiva de ganancias que tienen los inversores en la obtención del cargo electivo.

Las campañas electorales son en México un gran mercado al que concurren oferentes de protecciones particulares, de contratos y de interpretaciones favorables de la ley, frente a inversores dispuestos a apostar recursos a cambio de jugosas ganancias futuras. Se trata, además, de dinero ilegal, pues rebasa con mucho los límites legales para las donaciones privadas a los partidos y candidatos. La manera en la que se dispar la demanda de efectivo en cada temporada electoral es indicio de las ilegalidades en las que incurren todos los contendientes, sin que los instrumentos legales de fiscalización las puedan detectar,mientras la fiscalía especializada ni siquiera abre carpetas de investigación para perseguir los delitos flagrantes.

La cantidad de recursos invertidos en las campañas son evidencia de la pertinacia de la moral patrimonial en el mapa mental de los políticos mexicanos. La obtención de un cargo es concebida como la captura de una parcela personal de rentas y de poder con la cual medrar. La política es generalmente concebida como una vía de ascenso económico y social y no como una vocación profesional de servicio. La apropiación privada de lo público es percibida como algo natural.

Esta reflexión viene a cuento de la campaña que contra los consejeros del INE han emprendido algunos sedicentes ciudadanos indignados, varios medios de comunicación e incluso políticos fariseos que acusan al árbitro de sus trapacerías. Yerran de objetivo los críticos de buena fe. No es el árbitro, atiborrado de exigencias, el culpable de nuestros desaguisados electorales. Es un arreglo institucional que concibe al Estado como un botín a capturar de manera privativa. Mientras la política sea una actividad tan redituable, no habrá arbitraje que resista las embestidas de la ilegalidad generalizada.