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El debate público

Los sueldos y la infelicidad colectiva

Ricardo Becerra

La Crónica

05/02/2017

 

Apareció de la nada, como una noticia aislada, propicia para la sorna y la condena chismosa. Un Consejero del Instituto Nacional Electoral se opuso –mediante acción judicial- a la rebaja de su sueldo decretada semanas atrás. Hablamos, ya se sabe, de un salario muy alto: la friolera de 177 mil pesos mensuales.
El hecho desató una pequeña batahola pero representa algo más que una anécdota personal. Todo lo contrario: es un síntoma de una enfermedad mucho más profunda y extendida en México, toda una cultura que viene de lejos -la de los satisfechos- como lo bautizó J.K. Galbraith.
Por eso no importa tanto el protagonista de la historia (un funcionario afable, inteligente, grato, de buen trato según me consta); tampoco la chabacanería jurídica de su defensa o el eterno y venenoso dislate constitucional que fija los salarios de esos consejeros en la carta magna. Lo que es verdaderamente importante es que incluso, en medio de una situación realmente grave -la más grave que mi generación recuerde- llena de amenazas y que augura austeridad, otra contracción económica, una nueva oleada de masivo empobrecimiento y la más explícita agenda discriminatoria del Presidente de E.U. contra nosotros, aún en ésas, existan personas –muchas personas- que creen estar en un más allá social, recibiendo lo que merecen dado su talento, su importantísima función, su competencia o su virtud individual, y que es lo único que importa, el valor con el que se tasan todas las cosas. Los demás son lo de menos.
Se trata de una creencia social en la que los involucrados defienden su propio status y se sientan justificados. La metabolización de los mitos del mercado, la mano invisible, las teorías de la maximización, se han hecho endémicos y forman parte de lo que Galbraith llamó “la verdad de nuestro tiempo”. La desigualdad y un contexto extremadamente adverso es una cosa: la pertenencia al club selecto donde los pobres tienen el buen gusto de no aparecer, es otra.
Los gestos –la señal de que se comparte con los demás una situación muy difícil- (el descuento en sueldos de funcionarios que se hallan en la cúspide de las remuneraciones), no sólo no importan sino que son absurdos, demagogia o populismo incluso. Cohesión social o interés general, una cierta empatía con los que están pasándola realmente mal, es una desgracia de ellos, una mayoría que resulta completamente ajena.
Es libertad de pensamiento y moral individual se nos dirá, pero lo que resulta importante subrayar aquí es que esta cultura es uno de los obstáculos más formidables para corregir lo que está mal y para reconocer que la desigualdad oceánica en la que estamos, es una de las fuentes de lo que el epidemiólogo R. Wilkinson y la antropóloga de la salud K. Pickett llamaron infelicidad colectiva.
Antes que Piketty, estos dos habían elaborado un libro ambicioso y original, cuya conclusión esencial se puede resumir en una nuez: la sociedad deviene peor para todos, los satisfechos y los pobres, en las sociedades más desiguales. ¿Muy simple verdad? Lo que muestran estos autores es que –al llegar a un punto- la riqueza global de una sociedad tiene un impacto cada vez menor sobre el bienestar, y sin embargo, hay una correlación muy potente entre la desigualdad y un montón de patologías sociales.
Usted puede vivir en un país con muchos millonarios por ejemplo, pero si al mismo tiempo es tan desigual, esa sociedad exhibe más delitos violentos, mayor obesidad, más embarazos adolescentes, más encarcelados, drogadicción siempre al alza, presencia notoriamente mayor de casos de depresión y esquizofrenia, menor esperanza de vida y peor nivel educativo. Todo esto demostrado mediante una estadística extensa y muy solvente.
En México, los pobres son igual de pobres que en otras zonas del planeta, de acuerdo: la diferencia es que los ricos son mucho más ricos ¿y no les parece demasiado familiar la descripción de esos autores?
El punto –cada vez más evidente- es que enfrenta a una granítica cultura de la satisfacción, impermeable, imposible de ser sacudida, ni siquiera ante situaciones tan claramente adversas.
La conclusión es triste: en México hay algo peor que su pobreza o su desigualdad y es, precisamente, la insensibilidad de nuestras élites ante esa desigualdad y esa pobreza.